30 años sin Ayrton Senna
La manecilla del minutero del reloj se movió mecánicamente hacia los diecisiete minutos de las dos de la tarde en el momento en que los motores del Williams FW16 de Ayrton Senna y del Benetton B194 de Michael Schumacher aullaron tras salir de la Variante Bassa del circuito de Imola. Era el 1 de mayo de 1994.
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Publicado: 01/05/2024 10:00
Acababa de comenzar la séptima vuelta, la segunda tras retirarse el coche de seguridad, la 2.931 en el liderato para el brasileño, afrontando el último de los 13.430 kilómetros en la primera posición de un Gran Premio.
Una rápida mirada a la pizarra del muro: a poco más de medio segundo, Michael Schumacher. Como en Brasil, donde comandaba la carrera desde el inicio con la perenne presencia del alemán a rebufo. Hasta que llegaron los repostajes y el error siendo segundo. La presión. «No estoy diseñado para quedar segundo o tercero. Estoy diseñado para ganar.»
Dos años antes ya había tenido que poner al jovencito en su lugar, cuando en Interlagos se pasaban y repasaban. Schumacher criticó el pilotaje errático de Senna, el brasileño le llamó «chico estúpido». Era su noveno Gran Premio frente al actual tricampeón del mundo. Pero la fricción seguiría al alza. El choque en Magny-Cours y la tensa conversación en la recta de meta, Ayrton vestido de calle, Michael listo para la resalida. Y los test una semana después en Hockenheim, otro roce y Ayrton teniendo que ser separado físicamente de Michael.
Había llegado su «alter ego», pero Ayrton tenía que ponerlo en su sitio, mantener el liderato del paddock. Se daba cuenta, pero no quería aceptarlo, que estaba llegando la sangre nueva que, como había hecho él con Prost, quería derrocarlo. Y ahí estaban los dos, pie a fondo ante la tribuna de Imola, lanzándose hacia el Tamburello, veinte puntos a cero para el alemán en el año que debía ser de Senna y Williams.
El Williams de Prost y el habitáculo estrecho. Y las ayudas prohibidas. Y un coche nervioso. Y los abandonos. La manzana envenenada de Alain sin saberlo. El gran rival que, ya retirado, volvía a ser alguien con quien reflexionar y confesarse.
Desde el podio de Australia de 1993 y el brazo en alto y subirlo al escalón más alto. Una sonrisa, una caricia esa mañana en el warm-up narrando una vuelta para la televisión francesa, donde comentaba el tetracampeón: «para empezar, buenos días a mi querido amigo Alain; te echamos de menos, Alain», y luego pie a fondo para lanzarse hacia el Tamburello.
Debían hablar de seguridad. Él, Alain, Niki, Michael, Gerhard, Michele. Esa que parecía tan avanzada y había demostrado ser tan precaria. Sí, Roland. El bulto en el habitáculo con la bandera rojiblanca en su honor. La necesidad de exigir medidas. Senna, que era tan duro como sensible.
Capaz de lanzarse contra Prost sin pensar en las consecuencias como de detenerse a un lado de la pista y cruzarla, poniendo en riesgo su vida, para salvar a Érik Comas en Spa-Francorchamps en 1992. Dicotomías. Las lógicas contradicciones de un ser humano, no un Dios. De saber discernir entre un piloto implacable y una persona de sonrisa cálida y luminosa.
A fondo. Siempre a fondo. La mirada más allá del horizonte en este día soleado en la Emilia Romagna. Qué hermoso día de primavera, y a la vez qué amargo, para correr entre pasionales italianos. Que tras Ferrari, lo amaban. «¿Ves esas tribunas? Cuando pilote para Ferrari, se vendrán abajo del entusiasmo», bromeaba con su amigo el fotógrafo Angelo Orsi. Un precontrato y un dejarse querer sin demasiada seriedad, también para incomodar a Prost. La reunión secreta con Luca di Montezemolo unos días antes del Gran Premio. Un hermoso parque, el de Imola, teñido ahora de muerte. El rostro serio, transpirando incomodidad en la parrilla.
A los 11 segundos tras pasar meta, el coche tocó fondo y lanzó chispas durante una milésima yendo a 307 kilómetros por hora. Imola. Tamburello. La velocidad siempre altísima. Allí estaba ya, la rápida de izquierdas a fondo. Siempre a fondo, considerada una recta entre los pilotos. El accidente de su amigo Gerhard Berger en 1989. La sonrisa cuando la grada se vino abajo al nombrarlo. Estaba tercero, allí detrás, un punto rojo en el retrovisor ocupado por el azul cielo del Benetton. «¿Qué hacemos con Tamburello, Gerhard?». Era 1990, en los test. Un paseo a la hora del almuerzo hasta allí. Nada, está el río Santerno, el muro no puede ir más allá. Y volvieron, dejando intacta la curva.
A los 11,2 segundos, 832 metros tras la línea de meta, el Williams patinó ligeramente hacia la derecha, a una velocidad de 310 kilómetros por hora con una fuerza G de 3,62. Algo no iba bien. Pero el pie en la tabla, «Acelera, Ayrton», líder de la carrera. Las manos de Senna ya habían demostrado ser sobradamente prodigiosas, en seco y en agua. También podían equivocarse, incluso clamorosamente. Que nadie diga Mónaco 1988, o Adelaida 1992. Errores humanos escasos. Ahora no era nada que no pudiera corregirse o minimizarse.
A los 11,3 segundos giró el volante a la derecha para compensar el derrapaje, con el acelerador levantado al 67% y una velocidad de 306 kilómetros por hora. Corrección subsiguiente. A los 11,4 segundos volvió a girar el volante a la izquierda para trazar la curva, el acelerador al 55%, la velocidad constante, las fuerzas G caídas a 0,33. Pero el coche seguía recto. Algo había fallado irremediablemente. Las máquinas también fallan cuando son llevadas al límite de su resistencia. Y el límite de Ayrton siempre era un poco más. «En un día determinado, en una circunstancia determinada, crees que tienes un límite. Y luego buscas este límite, tocas este límite y piensas: "Está bien, este es el límite"».
Schumacher estaba al acecho del liderato. Un cero iba a pesar demasiado otra vez. Pero no sería la primera vez que su talento le devolvería a su lugar. Un accidente previsible, pero no se rendiría sin tratar de salvarlo. En México 1991 se hizo daño en la Peraltada, un gran susto. En Mónaco 1993, Santa Devota le devolvió una mano lesionada en los libres. Más peligroso fue el de Signes, en Paul Ricard, en 1986, rápida de derechas en la que ni la grava le detuvo. «El hecho de que crea en Dios y tenga fe en Él no significa que sea inmortal o inmune a los peligros, como alguien ha dicho. Tengo miedo de hacerme daño como cualquier otra persona, especialmente en la Fórmula Uno, donde el peligro es constante».
A los 11,6 segundos, la velocidad era de 299 kilómetros por hora, el pie del acelerador totalmente levantado. A los 11,7 segundos frenó a fondo y redujo dos marchas, dejando cuatro intensas marcas de neumático en el asfalto. Intensas como una vida a la que aferrarse. A los veranos en Angra dos Reis, y las motos de agua, y los karts con su sobrino Bruno. Y la samba en el Carnaval. Y por qué no nos vamos a pescar, Ayrton, del bueno de Sid Watkins. Y el amor de alguien que espera en Quinta do Lago, en el Algarve portugués. Portugal, donde la primera victoria bailando bajo la lluvia. Adriane, pese a las quejas familiares. Y Dios. Y hacer algo por la infancia. Y ser más rápido que el tiempo.
A los 12,2 segundos, abandonando ya la pista, con menos de 15 metros hasta el muro, seguía girando el volante, como demuestran los sensores. Pero los de la columna y la dirección están inactivos. El coche va recto. Ya no importará después, pero la justicia italiana, los informes, las evidencias, demostrarán que se había roto la columna de dirección por un trabajo mediocre del equipo campeón del mundo. El sueño de Williams, la pesadilla. La delicadeza de algunos conceptos extremos de Adrian Newey. Lo resolverán, serán campeones, pero ya no estará Ayrton.
Schumacher pasó por Tamburello mientras el líder se dirigía a los pies de un cartel publicitario con el eslógan ‘I Pilotissimi’ de Agip, un álbum de cromos en el que se recogían a los grandes pilotos de la historia, con los comentarios de Enzo Ferrari. Allí, a los pies de ‘los pilotísimos’, como en un altar. De una nube de polvo emergía un coche destrozado y sin gobierno. «Ya no conducía el coche de forma consciente. Lo conducía por instinto, sólo que estaba en una dimensión diferente. Estaba muy por encima del límite pero aún pude encontrar todavía más. Me asusté porque me di cuenta de que estaba mucho más allá de mi comprensión consciente». Pero eso era la maravillosa pole de Mónaco en 1988, no Tamburello.
Cuenta su hermana Viviane que aquella mañana Ayrton leyó un pasaje de la Biblia, como siempre. Ese día leyó que Dios le daría el mayor de todos los regalos. Que era Dios mismo. «Es muy difícil hablar de Dios, es muy difícil escucharlo. He tenido el privilegio de vivir esta experiencia. Sucedió en el Gran Premio de Japón, en la última vuelta de la carrera. La vuelta que finalmente me daría el campeonato. Empecé a agradecer, agradecer y sentí su presencia. Vi a Dios, fue algo especial en mi vida, una sensación enorme. Es un hecho que grabé en mi memoria y llevo dentro de mí. Creo que es un privilegio que pocos tienen o han tenido.»
Y desde entonces, como reza su epitafio, nada puede separarlo del amor de Dios. Pero el tiempo no se detuvo, siguió avanzando segundo a segundo hasta completar ya treinta años. Y parafraseando a Francis Scott Fitzgerald: así seguimos adelante, Ayrton, como botes contra la corriente, empujados incesantemente hacia el pasado.