Adrián
Aquel tipo, un clásico sentado sobre un tapiz de bolas colocado sobre el asiento del coche, miró por el amplio retrovisor y lo reconoció. «Yo a usté le conozco. Yo sé muy bien quien eh», dijo con un marcado acento del sur.
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Publicado: 28/01/2021 11:30
Adrián Campos, sentado en la trasera de aquel taxi sonrió con cierto grado de satisfacción. «Usté y yo somo compañero. Usté eh un trabajadó del volante, y yo también. Noh dedicamo a lo mihmo».
A Campos le encantaba contar aquella anécdota. En parte por el reconocimiento popular —que todos tenemos un corazón— y en parte porque en realidad aquel taxista de aeropuerto no contaba ninguna mentira. Adrián era un trabajador del volante. De familia adinerada pudo haber elegido otro camino menos rocoso, más cómodo, pero eligió no solo el de correr, sino otro peor aún, menos agradecido, más tedioso: hacer correr a otros.
Adrián Campos no se sentía jefe de equipo sino un piloto de equipos
Es por eso que tantos pilotos, mecánicos, ingenieros y técnicos relacionados le deben, le debemos algo a Adrián Campos; creó industria a su alrededor. El equipo que lleva su nombre, siempre el Alzira, ha sido durante décadas una central energética de la que ha emanado luz que acabó alumbrando en Williams, McLaren, Porsche o Ferrari, por poner unos pocos ejemplos. Campos se ha marchado, nos ha dejado, y hay una pila de cheques con su firma repartidos en el alma de muchos de los que impulsan hoy el deporte del motor.
La máquina del tiempo nos lleva al circuito del Jarama. Finales de los 70. Dos comisarios acaban de abrir un termo con un poco de café en la curva de La Hípica, ese lugar bendito que maldijo una denuncia por ruidos. Los dos uniformados, mono naranja y chaqueta celeste, ven llegar a un mozalbete en un ciclomotor Vespino. El que lo conduce les sonríe y entabla una charla de contexto. «Que si mira como entran, este alarga su frenada, aquel lo hace mal, este sí que es bueno... pero yo podría hacerlo así de bien».
Los comisarios, con un ojo puesto en la pista y otro en aquel chico, conducen sus dos pares de ojos hacia el de la moto. «¿Y tú quién eres? ¿Eres piloto?», preguntan sin conocer la cara de los que pasan por su puesto de centinelas de la velocidad. El joven Campos hincha el pecho, sonríe, y exclama orgulloso “sí, y voy a ser piloto de Fórmula 1». Las carcajadas de aquellos dos resonaron en toda la sierra madrileña sin saber que había más verdad en aquella ingenua afirmación de lo que jamás pudieron imaginar.
El camino inicial de Campos fue asfaltado con dinero de su abuelo, el mítico Luís Suñer, el empresario al que secuestró la banda terrorista ETA en 1981 y que dio nombre a calles y avenidas de una ciudad que no le olvida. A pesar de ello Adrián, un joven con sed de velocidad no vivió la vida de película de otros corredores sino que lo hizo desde abajo. Tanto fue así que cuando fichó por el equipo de Fórmula 3 de Volkswagen dormía en un tráiler en la puerta de la factoría del que salía para ir al cuarto de baño, en el interior del edificio. Esto no es propio ni de divas ni de hijos de papá, sino del que eligió el camino del currito de a pie.
Es por ello que Campos no se sentía jefe de equipo sino un piloto de equipos. Máquina del tiempo y salto espacio temporal. Open Nissan, 1999. Donington Park es una fiesta. La categoría organizada por Jaime Alguersuari burbujea, pilotos británicos quieren correr en ella, y la formación de Alzira lidera la tabla. Dos pilotos, enfermizamente tímidos, Antonio y Fernando, se han cogido el cochecito de golf que tiene Campos para moverse por el paddock. El futuro multiganador en resistencia Antonio García y el futuro bicampeón del mundo de Fórmula 1 Fernando Alonso se van a hacer el cabra con el carrito.
Cuando se hartan y arranca una sesión de entrenos de la F3000 detienen la exhibición de derrapadas, intentos de vuelco, y bajadas por terraplenes arenosos. Aparcan el vehículo al lado de un banquito de madera con vistas a ‘La Bajada’. El Spitfire del propietario es testigo silencioso de aquellos otros dos mudos. Llega Campos en un scooter gris. Saluda, y se queda al lado de ellos, de pie. Tras el saludo, pocas palabras en aquella escena de cuatro, Campos, sus dos empleados, y el fotógrafo de la categoría. Los monoplazas llegan por la izquierda de uno en uno al Old Hairpin a una velocidad endiablada y el éter inglés escucha frases en español.
«Ese va mal. Ese va mejor. Ese es un crack. Ese no va a ir a ninguna parte. Ese ha fallado una marcha. Ese...». El fotógrafo no aprecia nada que los distinga en gran medida y pregunta. La respuesta es de Campos, en voz baja, como casi siempre. «Si has estado dentro lo detectas al instante». Lo que el trío está tasando es el tiempo que pasa entre soltar el freno y aplastar el acelerador. Tu no lo ves, pero ‘los que han estado dentro’ sí. Campos, García y Alonso se miran, cómplices, y se ríen por dentro del que no se entera de nada... porque no ha estado dentro. El jefe del equipo echa un cigarro y se marcha dejando una interrogación flotando en el aire: «¿Habéis visto el museo?».
La máquina del tiempo. Se vuelve a arrancar. Cierre de temporada de ese mismo año, 1999, en Valencia. La empresa organizadora ha montado un sarao cojonudo en el Palacio de Congresos diseñado por Norman Foster. Han pedido al equipo ganador, el de Campos, que aporte un monoplaza, el mismo que ha corrido en Cheste esa misma mañana. Tíos de traje, mujeres de tiros largos y taconazo. Mucha prensa en ambiente distendido pero con ciertos rasgos protocolarios. Los chicos del alzireño han llevado el coche de Alonso, el mismo sobre el que el asturiano derramó lágrimas esa misma mañana al proclamarse campeón de la categoría. El edificio está recién entregado, aún huele a nuevo, igual que las calles adyacentes donde apenas existen las edificaciones que hay hoy día alrededor.
Cristal, aluminio y hormigón son testigos de un exceso de los ‘adriancamperos’. Arrancan el coche y tras calentar un poco el motor lo hacen correr ¡por las calles de la ciudad! Son unos pocos centenares de metros, no hay apenas gente, ni tráfico; ni siquiera público y tampoco agentes de la ley. Campos mira de reojo, sonríe, baja la cabeza y dice con la voz queda y profunda: «Bueno, recogedlo e id metiéndolo en donde la ceremonia». A Adrián le costaba trabajo abroncar a sus empleados más montaraces. Al analizar lo visto sacas varias conclusiones, pero hay dos que brillan: él disfrutó con el sonido de aquel motor como el niño que juega con sus juguetes, y dos, trató a sus empleados como el padre condescendiente que perdona las tropelías de un hijo revoltoso. Adrián Campos no tenía un equipo; Adrián Campos tenía una familia.
Lo veías en los viajes, en los desayunos, siempre sentado junto a sus pilotos, charlando, haciéndoles entender el lenguaje del asfalto, de los pistones, de los comisarios, de las reglas... Su casa era tu casa. Lo dice el que ha dormido en la habitación que hay en su casa pegada a la cocina, la misma habitación, la misma cama que usó Alonso cuando vivió allí aquella temporada. Siempre había comida en su carpa para el que llegaba antes de lo previsto y no tenía nada a su alcance. Muchos de los kilos que llevan algunos habituales del paddock se deben a las paellas que hacía y de la que siempre tenía un plato para el que llegaba.
Campos era muy aficionado al arte. Como arte consideraba la Vespa que tenía aparcada en el pasillo de entrada a su casa en Alzira. Y es que tras pasar por la puerta no te saludaba un florero, un cuadro con ciervos, o una escultura moderna sino una moto gris. Cuadros de coches y algún artista de renombre, pero hasta donde el que esto escribe sabe, no había ningún cuadro de Da Vinci. Lo hubiera habido si el pintor italiano fuera contemporáneo nuestro y fuese aficionado a los coches.
Con toda seguridad, en el deseo de retratar el automovilismo español de los últimos cuarenta años, con toda seguridad hubiera pintado una de sus únicas doce obras pictóricas, ‘La última cena’, con Campos sentado en el centro. Pocos han influenciado tanto y durante tanto tiempo al automovilismo español. Por eso su pérdida, tan inesperada como sentida, pesará en lo que ocurra en años venideros. El valenciano se marcha y deja un hueco muy difícil de rellenar. Se fue Adrián Campos, hacedor de pilotos, descubridor de campeones, empleador de trabajadores, carrerista de los buenos, apasionado enfermizo de la velocidad, petrolhead único, hombre generoso, honesto, y amigo. Adrián. Te debo las ocho libras de la entrada al museo de Donington. Ya te las llevaré.