Alfonso De Portago y la Mille Miglia de 1957
Era un domingo soleado. La primavera lucía en todo su esplendor en Italia, que ese 12 de mayo de 1957 se había despertado pronto. Miles de personas, desde niños a ancianos, estaban listos para asistir a uno de los acontecimientos deportivos del año. La Mille Miglia.
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Publicado: 11/10/2022 15:30
La noche anterior se celebró en Brescia un acto en homenaje a Eugenio Castellotti. El piloto italiano había perecido el 14 de marzo probando un Ferrari en el Aerautodromo de Módena. Era el último ganador de la Mille Miglia y los organizadores habían querido recordarlo. También Enzo Ferrari, que al final de su panegírico dejó una reflexión que iba a resultar profética:
«A mi edad, tras haber pasado una vida entera en el automovilismo, estoy atormentado por una duda grave y, como un pecador provinciano, la someto al alcalde de la ciudad creadora de la Mille Miglia. Usted es un hombre de fe adamantina y podrá discernir mejor si mi empeño en construir coches siempre más modernos, siempre más veloces, es una misión de la civilización o una culpa hacia los hombres».
A poco menos de un año de la pérdida de su hijo Alfredo y con el comienzo de una serie de desgracias a los pilotos de su equipo, Ferrari sentía un peso enorme de responsabilidad. En esa misma ciudad, otro hombre sentía una responsabilidad que no quería afrontar pocas horas después, como era competir en una carrera en la que nunca había participado y que no le gustaba. Era un piloto oficial de Ferrari. Era Alfonso de Portago.
El español, con el título nobiliario de 17º marqués de Portago y Duque de Alagón, entre otros, emparentado con la casa real que podría estar en el trono de su país, era el prototipo de piloto que atraía a Ferrari. Joven, aguerrido, vividor, pero también un miembro de la aristocracia europea que reportaba un gran lustre a su marca. A sus 28 años, el automovilismo había comenzado hacía no demasiado para él, sólo cinco años atrás y casi como una nueva modalidad de aventura a la que enfrentarse. Lo cual no significa que no fuese serio. El propio Enzo Ferrari lo trazó en su libro, «Piloti, che gente!», de la siguiente forma:
«Hubo ‘gentleman drivers’ de la más alta calidad. Como el fallecido marqués De Portago, por ejemplo. Su gran coraje físico le llevó del bobsleigh a los coches de carreras en circuito, de carreras de caballos a cualquier deporte que implicase riesgo. Con él no había tal cosa como echarse atrás frente a la adversidad. Tras su primer accidente en Inglaterra, su empeño y ambición sólo se hicieron más fuertes. Era un hombre inusual, constantemente perseguido por, quizás, su inmerecida reputación de Don Juan a nivel internacional, una especie de magnífico vagabundo de modales descuidados y una dudosa apariencia: barba, pelo desordenado, chaqueta de cuero hecha jirones y andares balanceados. Sin duda provocó una gran impresión en las mujeres porque era un joven alto y guapo. Pero lo que siempre me viene a la memoria es aquella imagen caballerosa que siempre lograba emerger de la cruda apariencia que cultivaba. Un buen piloto, que pidió y se le concedió correr en monoplazas».
Ciertamente estos últimos no fueron su fuerte, pese a que siempre dijo que su ambición era ser campeón del mundo. Obviamente, la Fórmula 1 daba un lustre especial, pero era en los sports donde De Portago lograba sus mejores actuaciones. Él, sin embargo, no se sentía menos que nadie: “Un hombre tiene que encontrar aquello que él pueda hacer bien”, decía. «No solamente bien intrínsecamente, sino en relación a como lo hacen los demás. Y yo puedo conducir tan bien como cualquiera de ellos».
En esa disciplina es donde había conseguido victorias, entre las que deslumbraba el Tour de France Auto de 1956 con un Ferrari 250GT, acompañado de Edmund Gunner Nelson como copiloto. Apenas un mes antes de la Mille Miglia había logrado la victoria en la Coupe de Vitesse en Montlhéry. Pero no estaba previsto que participase en la prueba italiana, donde Ferrari desembarcaría con Peter Collins, Luigi Musso, Wolfgang von Trips y sorprendentemente Piero Taruffi, que volvía al equipo después de un fuerte conflicto dos años atrás. Era el cuarteto llamado a buscar la victoria en la carrera, también después de la inmediata retirada de Cesare Perdisa como consecuencia de la muerte de su íntimo amigo Castellotti.
Pero Luigi Musso enfermó de hepatitis en los días previos y su participación quedaba en suspenso. Ferrari no quiso arriesgarse y llamó, obviamente, a uno de los mejores pilotos de sports del panorama internacional y que estaba en su nómina. Pero eso no agradó a De Portago. El 8 de mayo, en una carta enviada desde el Hotel Reale de Módena a su buen amigo, el piloto argentino Roberto Mieres, De Portago volcaba su incomodidad:
«La vida aquí sigue igual, estoy jodiendo bastante y estoy muy feliz. Ferrari me fuerzan [sic] a correr en la Mille Miglia, primero me dijeron que yo tenía que hacerlo con un Gran Turismo pero después de mi primera vuelta de entrenamientos, me dijeron que tenía que hacerlo con el 3.800 Sport, y hoy me han anunciado que Taruffi y yo tenemos los nuevos 4.000 cc, qué mierda, pero pienso ir en plan Turismo, ni siquiera Gran Turismo».
Efectivamente, en un principio iba a competir con un 250GT, pero luego le pasaron a la categoría de los Sports. Se trataba del Ferrari 335S, chasis 0646, pero ante la ofensiva de Maserati, se quería mejorar en el aspecto de motor. Efectivamente, De Portago –y sólo él- tuvo a su disposición el nuevo motor de 4.1 litros V12 que permitía llegar hasta los 390 caballos. La potencia y la velocidad eran importantes, como en toda carrera, pero en realidad la Mille Miglia era otra cosa. Y el enfoque de De Portago de ir ‘en plan Turismo’ quizás no era tan malo.
Cuando en la nochebuena de 1926, alrededor de una mesa de restaurante y un plano de Italia, se reunieron Franco Mazzotti, Aymo Maggi, Renzo Castagneto y Giovanni Canestrini, estaban decidiendo crear una carrera que partiese de su ciudad, Brescia, recuperando así el nivel competitivo perdido tras el traslado del Gran Premio de Italia a Monza en 1922. Tenía que tratarse de un nuevo reto para el automovilismo. Y dibujando un trazado que llegaba hasta Roma y volvía, completaron un recorrido que rondaba las mil millas. Y ese fue su nombre: la Mille Miglia.
Acaban de crear, posiblemente, la carrera más hermosa del mundo. Sí, estaba la Targa Florio, patrona de las grandes carreras de larga distancia. Estaba, aún reciente, Le Mans con su reto de 24 horas. Estaría, unas décadas después, la Carrera Panamericana en México. Pero la Mille Miglia era especial, como un sueño infantil hecho realidad. Cruzar el norte y centro de Italia, sus poblaciones, sus cordilleras y valles. Llegar hasta Roma y volver a Brescia. Todo en un día. La dificultad era obvia, no sólo por la duración, sino por tratarse de carreteras totalmente públicas imposibles de memorizar y en las que lo inesperado podía surgir en cualquier momento.
Por eso había que afrontarla con inteligencia. Y un navegador que estudiase la ruta, siempre ayudaba, como bien había demostrado un par de años atrás Stirling Moss frente a Juan Manuel Fangio. Alfonso De Portago contaba con su amigo, el estadounidense Edmund Nelson. Pero desde siempre, la carrera italiana le había producido un especial rechazo:
«Una carrera que no me gusta es la Mille Miglia. No importa cuánto entrenes, posiblemente nunca conocerás mil millas de carreteras italianas tan bien como los italianos. Y como dice Fangio, si tienes dos dedos de frente, en realidad no puedes conducir rápido. Hay cientos de curvas donde el más pequeño error del piloto mataría a cincuenta personas. No puedes evitar que los espectadores no se agolpen junto a la carretera, no podrías impedirlo ni con el ejército. Es una carrera que espero no correr nunca».
Pero ahí estaba, en Brescia, en las primeras horas de la madrugada, mientras los primeros participantes, los más lentos, habían comenzado su carrera hasta llegar a los 310 coches participantes. Desayunó con el director deportivo de Ferrari, Romolo Tavoni,que recuerda:
«Estuve con él en Brescia la mañana del inicio de su última carrera. Desayunamos juntos para decidir las últimas estrategias de competición. Estaba alegre, quería participar en esta aventura, la carrera con un Ferrari oficial lo impulsó. Se levantó de la mesa, una chica le pidió un autógrafo, al darse la vuelta chocó sin darse cuenta con un mesero que le derramó la bandeja con el té y la leche. Miré a De Portago a la cara, lo vi repentinamente petrificado y pálido, su mirada había cambiado, era como si tuviera miedo. Después de todo, no había pasado nada grave, pensé, ¿de qué podría estar preocupado? De Portago me miró, ‘Tavoni, en mi país verter leche y té es malo, es sinónimo de mala suerte, ¡hoy será un mal día!».
Su turno de salida llegaría a las 5:31, el número de su coche: 531. Es lo que determinaba la hora de salida desde el Viale Venezia de Brescia, con una distancia de un minuto entre corredores. Y cuando bajó la bandera que marcaba su inicio, el espíritu competitivo empezó a calar en él. Y empezó a transitar del ritmo de turismo al del sport que pilotaba.
La carrera, casi de inmediato, se puso de cara para Ferrari. Que Jean Behra no tomase la salida, y los abandonos tempranos de Hans Herrmann y de Stirling Moss, todos ellos con los Maserati, hizo que los coches de Maranello no tuvieran rivales fuera del seno del equipo. Era una cuestión interna. Así que, al llegar a Rávena, lideraba Wolfgang von Trips seguido de Peter Collins, Piero Taruffi, Alfonso De Portago y Olivier Gendebien. Pero ese orden cambiaría pronto.
Peter Collins quería esta victoria y llegando a Pescara tomó el liderato sobre Taruffi, con De Portago siempre en cuarto lugar. El inglés no se conformó, sino que, atravesando los Apeninos hacia Roma, amplió su ventaja a los seis minutos. Tras él llegó Taruffi y luego Von Trips. Y el cuarto Ferrari en entrar en la Ciudad Eterna fue De Portago. Allí no sólo iba a repostar su 335S, sino que se iba a encontrar con su amante, la célebre actriz Linda Christian. Las cámaras esperaban el momento.
Una delicada mujer se acercó a la máquina sucia, humeante y caldeada por las horas acumuladas. Sentado en el asiento derecho, también sucio y jadeante, un piloto la observaba con ojos de deseo. Deseo hacia ella. Deseo de acabar esa infame prueba. Deseo de besarla. Y por una vez, no importó el frenetismo de una carrera sino el breve instante de eternidad de un beso. Alfonso y Linda quedaron inmortalizados en ese momento tan hermoso y extraño en mitad de una carrera. Y siguió su camino para completar la otra mitad de la carrera.
Pese a un peligroso susto en una horquilla que había afrontado a gran velocidad al desconocer el trazado, en Florencia seguía en cuarta posición. Mientras tanto, Collins estaba batiendo el récord de velocidad media establecido por Stirling Moss en 1955. Eso quedaba lejos para De Portago, cuyos billetes para partir a Mónaco con Linda esperaban en su hotel de Brescia. La carrera era un mano a mano entre el joven Collins y Taruffi, con 50 años. Superaron los legendarios Passo della Futa y Passo della Raticosa. Al llegar a Bolonia, el italiano quería retirarse al tener problemas en la transmisión y amortiguadores. Pero le dijeron que Collins también tenía problemas:
«Tenía la intención de retirarme porque el coche no me parecía muy seguro con sus averías. Pero le prometí a mi esposa que dejaría de competir si ganaba una Mille Miglia. Así que me arriesgué». Era la decimocuarta vez que intentaba ganar la carrera. Y esta vez la suerte quiso sonreírle. Poco después, llegando a Parma, Peter Collins abandonaba una carrera en la que estaba siendo rapidísimo. El ‘zorro plateado’, Taruffi, era líder. Y se dedicó a conservar su coche vigilando la distancia con sus perseguidores, dispuesto a cumplir la promesa hecha a Isabella.
También Alfonso De Portago pasó al lado del coche de su compañero Collins, con quien había compartido el fabuloso segundo puesto en el Gran Premio de Gran Bretaña de F1 del año anterior. Era tercero, lo que de por sí iba a ser un gran debut en la gran prueba italiana. En Bolonia no había querido perder más tiempo al detectar los mecánicos un problema en el neumático delantero izquierdo. Había tocado unos artilugios de vidrio llamados ‘ojos de gato’ que se colocaban en la carretera para señalizarla. La rueda rozaba el chasis porque un buje estaba también dañado.
Dejó atrás la población de Goito. Quedaban alrededor de 40 kilómetros para llegar a Brescia. Ante él se abrió una recta que llevaba a Guidizzolo y aplastó el pedal del acelerador. El público llenaba los lados de la carretera. Eran casi las 15:30 horas cuando oyeron el rugido gutural del V12 de Maranello que se acercaba. Habían estado allí todo el día viendo pasar a los participantes, emocionados. Los niños revoloteaban ilusionados ante el espectáculo que rara vez podían admirar. El Ferrari alcanzó los 250 kilómetros por hora. Y una explosión fue el preludio del caos.
El neumático cedió y fueron unos pasajeros en un coche impulsado hacia el público. De Portago y Nelson murieron en el acto, y con ellos nueve personas, cinco de ellos niños, además de numerosos heridos. Mientras tanto, Piero Taruffi vencía por fin la carrera y cumplía su promesa de retirarse. Pero a Brescia no llegaban buenas noticias de lo ocurrido. Tampoco a Bolonia, donde esperaba Enzo Ferrari. Renzo Castagneto le informó del accidente mortal y de sus consecuencias. Ferrari envió a su director deportivo, Romolo Tavoni, a Guidizzolo.
La llamada fue terrible. De fondo, insistentes gritos de «¡delincuentes, habéis matado a nuestra gente!», Tavoni hizo el esfuerzo de hablar. «-Commendatore, me cuesta hablar, se me seca la garganta -¿Dime qué ha sucedido! –Mire, Commendatore. Uno está seccionado en dos y otro absolutamente irreconocible. El coche está destruido porque ha impactado contra el mamparo de un puente. Aquí hay heridos y muertos. Muchos niños». Enzo Ferrari, tras asistir a los funerales en Guidizzolo, se aisló en su vivienda durante semanas. Sus más allegados lo vieron hundirse hasta el llanto.
Linda Christian estaba llegando a Brescia en avión para reunirse con Alfonso De Portago. Nunca se reunirían. Los investigadores judiciales iniciaron inmediatamente una investigación, y las autoridades declararon al día siguiente que la Mille Miglia quedaba prohibida para siempre. Enzo Ferrari fue imputado por homicidio culposo y le fue retirado el pasaporte. La prensa cargó contra él y el automovilismo.
En las puertas de la fábrica aparecían personas, familiares de los afectados, pidiendo compensaciones. No sería hasta el 29 de junio de 1961 que acabó la investigación, absolviendo tanto al piloto por impericia o falta de prudencia –«de los actos no aparece el más mínimo indicio que suponga responsabilidad del corredor, cuya pericia era notable del resto de corredores de todo el mundo»- y a Ferrari por falta de incapacidad o negligencia de su empresa. Fueron «factores imprevisibles e imponderables», poniendo el foco en los neumáticos Englebert, quizás inadecuados para las altas velocidades, pero excluyendo también la responsabilidad de la empresa belga. Sin embargo, en septiembre de ese año ocurriría el accidente mortal de Wolfgang von Trips en Monza, que reabrió todas las lacerantes heridas.
Una columna conmemorativa se alzó en el lugar del accidente, recordando a todos los inocentes fallecidos, pilotos y espectadores. Pocas semanas antes de la carrera, Alfonso De Portago dio una extensa y profunda entrevista. «Lo malo que tiene la vida», dijo «es que es demasiado corta; aunque yo, naturalmente, no pienso pasarme el resto de la mía conduciendo coches de carreras. Si muriera mañana, no por ello habré dejado de vivir 28 años maravillosos». Su cuerpo fue inicialmente enterrado en Madrid, pero en 1968 fue llevado al panteón familiar en Arcangues, Francia, cerca de Biarritz donde pasó buena parte de su infancia. Al final, la vida sólo fue un instante de amor y velocidad.