Virutas F1Aquellos test

Se le quedó cara de idiota (lo siento Enrique). Pero es que al apreciado piloto-cirujano Enrique Gluckmann se le descompuso la cara cuando un ingeniero de un equipo muy concreto, y durante unos test, le espetó con una pregunta que no tenía nada que ver con todo aquello de las carreras. “Ayúdame, porque anoche se me amotinó toda la escudería y el jefe dice que lo paga él, pero necesito algo de información”.

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Publicado: 09/10/2019 12:30

Y es que lo que ocurre hoy ya ocurría antes, pero de otra manera. Hubo un tiempo en que las escuderías entrenaban lo que les permitía su presupuesto, y si eras Ferrari y la factura la apoquinaba Bridgestone, podías hasta entrenar al mismo tiempo con dos estructuras distintas, con Michael Schumacher y Felipe Massa en dos circuitos de dos países diferentes. Imola era un destino habitual, en Silverstone o Donington era complicado reservar fechas porque estaban llenos hasta la bandera, y el Circuito de Jerez llegó a ser la segunda pista tras Fiorano donde más jornadas de entrenos protagonizaban los italianos en un solo año.

Con facilidad podían rodar en Cádiz en tres tandas de una semana, puede que más. Eso si iban solos, pero si se ponían de acuerdo con Benetton, Tyrrell o Jaguar podían multiplicar su presencia en pista. Ahora las carreras crecen en número y los test decrecen, y van camino de morir en un ciclo vital inverso. En 1990 se disputaron dieciséis pruebas, que en dos décadas, 2010, pasaron a ser diecinueve. El calendario creció a razón de prueba y media por década. En 2020 vamos a ver veintidós, con un ritmo de crecimiento en diez años del doble que las dos décadas anteriores juntas, con una elongación del calendario propia del colega ese que en el Bagdad de Barcelona se amarra de lo que le cuelga una bombona de butano y la menea en el aire.

El problema es que con un programa que apunta a las veinticinco citas deja cada vez menos espacio a los test de pretemporada, test que cuestan mucho, recaudan poco, y ya se ha acordado que se reduzcan aún más de esos exiguos ocho días. Aún resuenan los ecos por los pasillos de Maranello de un Luca di Montezemolo jurando en arameo ante lo escaso de sus entrenos en los que probar cosas, inventos y soluciones. Su parte de razón llevaba: de poco o nada le servía tener un ejército de ingenieros devanándose los sesos para que diseñasen cosas que no podían probar por falta de tiempo sobre el asfalto.

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Las carreras se multiplican, y los test se dividen; lo que antes era finito ahora tiende al infinito, y viceversa. La voracidad de medios y aficionados en lo tocante a noticias, datos, y novedades han impulsado en estas tres últimas décadas de pasar de una decena de periodistas en las salas de prensa a un promedio de cuatrocientos cincuenta medios acreditados. La entrada al respetable se cobra, el parking se llena, y hasta salen publicaciones específicas sobre lo que ocurre antes de que comience el calendario. Cuando había aquella quincena de carreras a los test ibas sin más, entrando por la puerta, aparcabas tu coche entre los trailers de los equipos, y hasta podías charlar tranquilamente con técnicos y pilotos con los que hasta podías jugar al fútbol en el paddock entre salida y salida a pista.

El paddock de la Fórmula 1 es ahora una microciudad controlada en todos sus rincones.

Tanto era así que el Virutas aún recuerda aquella vez que un fulano entró a un circuito con un flamante Audi A3, un novedosísimo segmento C alemán, construido a imagen del imbatible Volkswagen Golf pero con ciertos refinamientos propios de los de Ingolstadt. Schumacher se quedó absorto mirando las redondeces del compacto, nunca había visto uno, y se acababa de lanzar en 1996. La media docena de presentes preguntaban al piloto sobre el A3, al que el ufano propietario, abría y cerraba para mostrar el olor a nuevo que desprendía. La estrella de la escena no era el Kaiser, sino el coche.

Nadie sabe dónde lo consiguió pero el amo de aquel Audi sacó un rotulador que pintaba con tinta blanca, y pidió al por aquel entonces bicampeón que se lo firmara. Ni corto ni perezoso, el corredor se sentó en el asiento, echó un vistazo al interior del vehículo y dejó su firma estampada en el salpicadero, no sin pedir que no le hicieran fotos, ‘me vayan a decir algo, que esto es muy serio’. Esto hoy es ciencia ficción, básicamente porque a los pilotos ni les ves, rodeados de forma permanente por una constelación de fisios, jefes de prensa, tipos-que-le-llevan-la-maleta, patrocinadores, colegas, cuñaos, y personajes varios que se les recuelgan del pescuezo. En los 90 te podías ir al baño, apostarte como un paparazzi y esperarles sin más. Si te apalancabas ante el Roca de la pared, era fácil que de repente llegase Jacques Villeneuve, que ni siquiera se sacaba el casco, y echase un chorrito a tu lado para largarse al acabar sin cruzar palabra alguna.

"Dos personas viven dentro de este malagueño: el médico y el hombre de carreras"

Enrique Gluckmann, el de la cara de ocho, es un reputado cirujano endocrino especialista en tiroides. En el infierno debe haber algún diablo muy enfadado reclamando las más de tres mil almas que sin las manos de Gluckmann hubieran acabado de manera irremisible criando malvas (aunque ha operado a miles de ellas más). El mundo es un sitio mejor gracias a tipos como él… aunque a lo mejor es peor para los circuitos, porque ya le quisieron pasar la factura por joder la superficie de un trazado ‘aquella’ vez.

Dos personas viven dentro de este malagueño: el médico y el hombre de carreras. Según Diego, su hombre de confianza cuando fue propietario de escudería, “tú le puedes llevar a los test de F1, darle un botellín de agua, una bolsita de almendras y echa el día entero sin rechistar”, lo que se dice un verdadero fanático. El galeno volador tiene un récord que ya nadie le quitará: fue el primer tío que en una carrera se puso el coche de sombrero en el Circuito de Montmeló el mismo día de su inauguración. Rozando los cuarenta tacos disputó la Fórmula Ford el día del estreno y en un lance con Ángel Burgueño, al final de la recta de meta, lanzó su Van Diemen RF91 hacia la atmósfera como un Mark Webber-en-Valencia-cualquiera para acabar sembrándolo en la puzolana.

El doctor Enrique Gluckmann Maldonado, también piloto en el pasado.

Boca abajo, con el coche de sombrero, escuchó el gorgoteo de los líquidos y un alarmante olor a Súper de 98. La reacción automática fue excavar en la grava volcánica que formaba la trampa de arena y salió con tal energía del invertido cockpit que se dejó una bota ignífuga dentro. Más tarde se dio cuenta de algo aún peor: había salido sin sacar el volante, y es que con frecuencia las prisas ayudan. Montmeló carecía en aquella prueba de la clínica que posee en la actualidad, excelente, por cierto. De lo que sí disponía era una suerte de hospital de campaña en el primero de los boxes, y de esa manera el coche médico llevó al médico ante el médico. El oficial de turno era Miguel Ángel Nalda, un conocido anestesiólogo de Barcelona que nada más verlo le dijo “chaval, hay que cogerte una vía. Tenemos dos opciones, o te rajamos el mono o te lo sacas”.

Gluckman, al que le dolía hasta el pelo, con todo el cuerpo magullado, un collarín, descalzo de un pie y que apenas podía moverse, soltó un exabrupto expresando que allí nadie iba a cortar nada, y dejó bien claro los costes de aquel mono ignífugo estrenado ese mismo fin de semana. Así que montó una especie de Circo del Sol para desabrocharse su atuendo ante la amenaza de verlo reducido a paño para limpiar cristales. La noticia deportiva del Telediario de aquella noche fue “Grave accidente en el estreno del Circuito de Montmeló”. El boquerón no pudo maldecir su estampa: a esa hora conducía de vuelta a casa, donde llegó a altas horas de la madrugada.

Tiempo después, Enrique volvía una mañana de recoger unos premios de la federación andaluza y pasaba justo por delante del Circuito de Jerez. Era cuando los coches sonaban de verdad y los pájaros desaparecían de las inmediaciones, aterrados, cuando los motores arrancaban. Le acompañaban dos amigos, y decidieron entrar a echar un vistazo, a oler. Vieron de espaldas la esbelta figura de un inconfundible Schumacher embutido en su mono celeste de Benetton. Acababa de ganar su primer mundial, y el acompañante de Gluckmann le metió la mano por detrás, entre las piernas, y le gastó una broma irreproducible. El ya campeón se volvió, y en lugar de arrear un sopapo al gamberro, se abrazó a él.

El bromista era Peter Jorgensen, un danés que vive en Almuñécar y contra el que se había hinchado de correr en Karting. Jorgensen era un sobresaliente piloto de Karting de los 80-90 que perdió un título europeo contra Mika Häkkinen porque se le rompió la cadena. Risas, charla, fotos, y comida juntos. Esto hoy es impensable. La parte buena es que en la segunda década del Siglo XXI nos enteramos casi de todo con sólo un teléfono, y entonces la información llegaba con cuentagotas. De aquella época era otra en la que Gluckman acompañado de su inseparable Roger Morback, otro piloto de la Fórmula Ford, aparecieron andando por el pitlane como si te das una vuelta por el parque de tu barrio. Se plantaron delante del box de Tyrrell, equipo del que se rumoreaba usaban en el morro un tercer amortiguador. El coche estaba descubierto, se veía todo. Morback le preguntó, inocente, a uno de los ingenieros en perfecto inglés “oye, escucha, eso que tenéis ahí no es un tercer amortiguador como cuentan, sino un taco de goma que une las dos cabezas de los muelles y no es lo que se dice…”. El ingeniero soltó un lacónico pero firme “no deberíais estar viendo esto”, y se marcharon, pero no porque los echaran sino porque no les pareció oportuno quedarse. Y ya está. Nada más. Hoy no llegarías allí, todo estaría tapado, habría un biombo con ruedas evitando la visión, o incluso te toparías un muro de carne construido con los cuerpos de media escudería.

"Entonces te ibas a los del tabaco, les decías que les ibas a dejar bien, y directamente te daban ropa del equipo"

En los 90 mandaban las tabaqueras y los coches chorreaban dinero. Al principio de la década los equipos se tapaban del box de al lado con una loneta de vinilo con pegatinas, y al acabarla usaban paneles practicables y luces en plafones superiores que hacían adquirir a los boxes el aspecto de quirófanos. Aparecieron los jets privados, los gimnasios rodantes, los helicópteros para ir de la pista al aeropuerto, los hoteles caros, las conexiones directas vía satélite con las factorías… De aquella si querías tener acceso pata negra a los equipos no tenías que hablar con los jefes de prensa, esos eran (y son) como un parapeto, te impedían más que ayudaban. Entonces te ibas a los del tabaco, les decías que les ibas a dejar bien, y directamente te daban ropa del equipo para meterte dentro del box mimetizado con los colores de la escudería; esos si que mandaban, los de la nicotina.

Con dinero ilimitado, había test ilimitados, antes durante, e incluso después de la temporada. Los equipos más pudientes podían enlazar varias semanas fuera de casa. Las formaciones tenían dos estructuras, la de pruebas y la de carreras, pero con frecuencia el personal era el mismo y podían encadenar innumerables jornadas a miles de kilómetros de casa. Por eso Enrique abrió mucho los ojos y enarcó sus cejas cuando aquel técnico, con el que había trabajado en Inglaterra en la Fórmula Ford, se fue directamente a él con la energía del náufrago que se agarra a un salvavidas.

—Coño, Enrique, ¿cómo estás? Tiempo sin verte, eh.

—Bien, ¿y tú? ¿Y tus chicos, cómo están?

—Los míos bien, pero los que me tienen loco son estos. No veas como están.

—¿Qué pasa? ¿Algún problema?

—Tengo a estos que muerden. Llevamos mes y medio fuera de casa, con jornadas interminables, un palizón de curro, cuatro países… Anoche se me amotinaron, no veas la que me liaron, están que trinan, fue rebelión a bordo. Hablé con el jefe, le expliqué la situación, y me dijo que de acuerdo, que él lo pagaba todo. ¿Conoces algún club decente a menos de media hora de coche por aquí? Ya sabes, de esos con chicas y luces…

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