Virutas F1Camareros a la parrilla (1)

Si marcas el (+44) 02075841074 te responderá un señor en inglés con acento italiano con un suave «Hello». Es el encargado de las reservas de la Ostería San Lorenzo, en Knightsbridge. Bernie Ecclestone marcó muchas veces ese número; es uno de sus restaurantes favoritos.

Camareros a la parrilla (1)
Bernie Ecclestone, junto a Pasquale Lattuneddu.

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Publicado: 14/04/2023 13:00

De allí salió uno de sus soldados más fieles. Y es que en la Fórmula 1 hay una tipología de personajes que acaban siendo protagonistas y empezaron sirviendo mesas, como fue el caso de Pasquale Lattuneddu. En la wikipedia dicen de él que es un hombre de negocios, pero puede que eso puede ser ahora. Antes de eso, cuando Bernie lo fichó, era el camarero que le servía los ‘spaghetti alle vongole’ que tanto le gustan.

A Ecclestone le caía bien, un día le hizo un favor y añadió un «ahora trabajas para mí», y se lo llevó con él a la Fórmula 1. Allí fue su mano derecha durante años, y repartía una tarjeta de visita en la que se podía leer «Jefe de Operaciones del Formula One Group». Ese título abarcaba una serie de funciones poco definidas que en definitiva era servir de mano derecha del jefe, la mano ejecutora de sus deseos más sencillos. Bernie no siempre daba órdenes, sino que proyectaba sus deseos a base de sugerencias.

Si Ron Dennis, Flavio Briatore, o Luca di Montezemolo querían llevar a la Fórmula 1 a sus primos, cuñados o un posible patrocinador, sonaba el teléfono de Lattunedu

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Un ejemplo es que no le gustaban los bigotes, aunque se los permitía a miembros clásicos del paddock o gente con mucho poder, o patrocinadores. Con lo que no parecía tener problemas era con las barbas, aunque no soportaba a la gente con canas en ellas. Por eso les invitaba a teñírselas con una frase como las de Gila: «No te sienta muy bien ese pelo así». Traducido quería decir: o me apañas esto que me disgusta, o perderás mi favor. Lo mismo ocurría con chanclas y sandalias. Bernie odiaba ver los pies de la gente y les quería a todos con calzado cerrado.

Con Lattuneddu pasaba algo parecido. No siempre le daba órdenes directas, pero le hacía insinuaciones, que rápidamente pillaba; era un tipo astuto, poco formado pero muy zorro, muy listo de calle. Ecclestone disponía de un autobús negro brillante que usaba en los circuitos a modo de oficina. Los habitantes del paddock lo llamaban jocosamente El Kremlin, porque era desde donde daba las órdenes el zar de la velocidad. Un ejemplo de la operativa rutinaria es que un día iban en el coche, casi siempre Mercedes Clase S, y Bernie masculló entre dientes un «es carísimo llevar el hospitality a China». Acto seguido, y sin recibir orden alguna, Pasquale sacó un teléfono de su bolsillo, y marcó un número de la agenda para dar unas instrucciones sencillas a un anónimo interlocutor.

La consecuencia fue que aquel siempre impoluto hospitality rodante color piano de cola no se movió de su lugar habitual de aparcamiento en aquel Gran Premio. Si Bernie ponía el cerebro, Pasquale era el primer músculo que se movía a su alrededor, aunque a veces servía de saco de boxeo porque los primeros ramalazos de ira y cabreo recaía sobre él, por eso su lacayo le temía. Siempre llegaba antes que su jefe al paddock, los jueves ya estaba plantado allí, y permanecía en él hasta bien caída la noche del domingo. Por contra, Ecclestone siempre abandonaba los circuitos una vez que arrancaba la carrera y rara vez las veía.

Bernie Ecclestone pedía y Lattuneddu actuaba. Aquí, junto a David y Victoria Beckham.

Antes de que llegase, Lattunedu inspeccionaba uno a uno los cuartos de baño de cada pista, y exigía al personal de limpieza un estado casi como el de un quirófano, con una revisión constante. Sabedor de que su jefe le pasaría la prueba del algodón a cada rincón de los váteres, no quería soliviantar el mal humor de El Supremo, enemigo acérrimo de toparse con que sus instrucciones no se cumplían a rajatabla. Pero el verdadero poder que tenía el de Cerdeña era ser el repartidor, distribuidor, y cuasi propietario de los pases del paddock.

Si Ron Dennis, Flavio Briatore, o Luca di Montezemolo querían llevar a la Fórmula 1 a sus primos, cuñados, o un posible patrocinador, sonaba el teléfono de Lattunedu. Por esa relación directa con los hombres importantes del negocio, era fácil verle los jueves y viernes noche en los restaurantes de moda a los que iban los que decidían cosas. Era habitual verle rodeado de managers o padres de los pilotos con intención de ingresar en el selecto club de corredores titulares. Siempre andaba preguntando acerca de cuáles podrían ir bien, y le echaba interés. Bernie le dejaba hacer, y él se montaba sus bisnes, aunque a veces también le castigaba.

Cuentan que en una ocasión, unos amigos le jugaron una broma y le recomendaron que hablase con el padre de un piloto que era flojo, tirando a malo, pero le dijeron que tenía madera de futuro campeón. Aquella noche el padre del chaval se metió de balde una de las mejores cenas de su vida…Con su encanto mediterráneo engatusó a varios jefes de equipo para que le escribieran una carta de apoyo y presentar su candidatura como promotor del Mundial de Rallyes ante David Richards, cuando el británico era uno de sus factótums. A los seis meses hubo una prueba del WRC en su tierra, Cerdeña.

Tener a la mano la agenda del capo de la velocidad le otorgaba un poder casi infinito, básicamente porque tenía acceso a todo y a todos. De hecho, en 2015 fue nombrado una de las veinte personas más influyentes de la Fórmula 1. A pesar de todo, no era Bernie, que estaba un escalón más arriba, y Pasquale lo tenía claro. Nunca pisaba la oficina del jefe en Londres y solo se veían en los circuitos. Tampoco era habitual que compartiesen hotel. Bernie era un hombre de costumbres. Con tanto trajín, tanto viaje, tanta ida y venida, sentía la necesidad de que ciertas cosas mantuvieran cierta estabilidad. Por eso Ecclestone siempre repetía hotel, que no era necesariamente el mejor, sino «el de siempre».

En Budapest, por ejemplo, siempre iba al Hilton con la gente de la FIA, o a veces iba a otros donde estaba completamente solo; esto es, sin nadie de la Fórmula 1 a su alrededor, que no es que estuviera en un albergue como el de la película El resplandor. A la capital húngara llegaron el Kempisnki, o el Four Seasons, unos establecimientos extraordinarios, pero Bernie era fiel a su costumbre de repetir en el mismo. Ya conocía el mejor camino para llegar, la carta de su restaurante, o hasta que hora le podrían subir un sándwich si n había cenado. Incluso se sabía el nombre de algunos camareros, lo que le hacía sentirse un poco como en casa.

Pasquale Lattunedu ya no sirve spaghetti alle vongole en la Ostería San Lorenzo, pero el que fuera el amo de la velocidad global, seguramente se cite con él de vez en cuando para charlar con un viejo amigo. Ya sabes de qué. Y si, de coches de colores, y con toda probabilidad, también de negocios. Una amistad que empezó con uno sirviendo platos al otro, y acabaron compartiéndolos donde se conocieron. Lo que una la Fórmula 1, que no lo separe un mal menú. En la segunda parte de esta viruta, la historia de otros dos camareros voladores.

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