Capítulo 1The Italian job: El área 51 italiana
En varios capítulos de la serie “The italian job” Jose M. Zapico desgrana su particular visión sobre uno de los epicentros de la velocidad mundial: el Motor Valley de Italia. Un lugar único en el mundo donde se cocina a fuego lento el presente y futuro del automovilismo global, pero que no olvida sus orígenes e historia.
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Publicado: 19/05/2017 13:30
El Airbus de Alitalia se detiene y coges tu maleta. Avanzas por el angosto pasillo, te despides de la azafata originalmente tocada con un gorrito de diseño, y caminas por el finger aún con los oídos taponados. Aún descolocado por efecto de la presión asomas en un espacio colorista e impersonal, mitad supermercado de lujo, mitad carril para ganado. Las compañías aéreas quieren simplificar sus operaciones, así que te invitan a ser el porteador de tus enseres; pasas de viajero a sherpa y asumes tu realidad de no VIP.
Miras a tu alrededor y ves carteles de Gucci, Furla, Armani, Ferragamo. Lo mismo que en Dubai, Singapur o Atlanta así que la orientación se torna complicada, podría ser cualquier sitio. Caminas un poco y allí está, la pista definitiva, la brújula dorada que te sitúa en unas coordenadas espaciotemporales concretas sin lugar a dudas. El expositor medía casi cuatro metros, y se alzaba casi dos. Nunca había visto tanto Limoncelo junto, más de media tonelada de alcohol amarillo capaz de tumbar a un batallón cosaco. Sin duda estaba en Italia, el lugar donde nacieron las carreras.
Hace 1.800 años no había aviones, y la forma más rápida de llegar a los sitios era a pie o a caballo. Para alcanzar los confines de su imperio los romanos inventaron el origen de lo que hoy son nuestras carreteras y circuitos: la calzada romana. Hicieron muchas, pero existe una de una especial significación para los locos de la velocidad.
Casi dos milenios después de haberse construido, la Vía Emilia ha dibujado un original mapa deportivo. Si en Inglaterra tienen en los alrededores de Oxford el llamado Motorsport Valley, los italianos, lejos de amilanarse, han creado su propio Motor Valley a lo largo de los doscientos kilómetros de esta rectilínea autovía romana que contiene cinco circuitos, dos escuderías de Fórmula 1, varios constructores de turismos, motos, coches de carreras y museos dedicados a la velocidad. Es un caso único en el mundo. Sin poder evitar ser hijos de su tiempo, de forma paralela y pegado al mismo suelo donde ese carril de piedra por el que las legiones imperiales podían caminar en fila de a tres corre el Italo.
Motor Valley contiene cinco circuitos, dos escuderías de Fórmula 1, varios constructores de turismos, motos, coches de carreras y museos dedicados a la velocidad.
Es el nombre que recibe el tren de alta velocidad transalpino, el AVE spaghetti que de forma ineludible es de color rojo. Su hermano menor, un tren veloz pero de menores prestaciones, el Toro Rosso de las vías, recibe el nombre de Freccia Rossa, la flecha roja. Esto ya empieza a definirte el lugar.
Los italianos son creadores natos. Su ingenio y su capacidad de aportar valor a las cosas hacen de su industria una punta de lanza en muchos aspectos y en el campo de la automoción ha sido siempre un referente. El eje sobre el que pilota su crecimiento es la transformación. Se trata de coger algo sencillo, refinarlo, y darle un valor superior. Para ello, y como ingrediente básico de una industria sana y refinada, todo el conjunto gasta parte de su energía en adelantarse al futuro.
En el Motor Valley han apostado de manera sólida por enhebrar el tejido productivo del área con lo mejor que de sus centro de formación sale. Las universidades de Bolonia, Ferrara, Parma y Modena han creado media docena de masters con aplicación directa y prácticas concertadas con empresas de la automoción.
Si los dos primeros años de los cinco de ingeniería son comunes y menos especializados, en los dos últimos se puede empezar a meter los pies en el planeta velocidad a través de materias como electrónica del motor, ingeniería de coches deportivos, de coches de carreras, desarrollo de chasis de altas prestaciones, o producción de manufactura automovilística.
Un ejemplo de la eficacia de este proyecto educativo-industrial es el impresionante simulador de Dallara, el MOOG, con el que se entrenó Fernando Alonso para participar en las 500 Millas de Indianápolis. Sólo existen tres así en el mundo, dos son de Dallara, y el otro lo posee en un lugar muy poco visible cierta escudería de Fórmula 1 cuyo nombre nos piden olvidar tras salir por la puerta.
Cuando se plantearon qué tipo de artilugio querían hacer los técnicos de Parma se dieron cuenta de que no disponían de las tecnologías necesarias para crearlo; sencillamente no podrían hacerlo. Contactaron con las universidades, charlaron con los estudiantes, y seleccionaron un reducido grupo a los que entregaron el proyecto. De forma sorprendente lo hicieron, lo consiguieron.
No les dijimos que no se podía hacer, pero lo consiguieron. Los jóvenes… el futuro. Su energía, su fuerza, es la clave de todas las cosas que hacemos.
El secreto reside, confiesa Gian Paolo Dallara, en que “no les dijimos que no se podía hacer, pero lo consiguieron. Los jóvenes… el futuro. Su energía, su fuerza, es la clave de todas las cosas que hacemos”. Lo dice un tipo que va camino de cumplir los 83 años y que acude a trabajar a diario en un modesto Fiat blanco de dos volúmenes.
Cuando entras en la factoría de Dallara, el constructor de monoplazas más exitoso de todos los tiempos, sabes que estás dando un paso dentro del futuro. Por esta razón parte de sus fondos van destinados a la investigación sobre el uso de materiales y cómo se tratarán dentro de unos años, y esto lo hacen en diversas líneas. Una de ellas es la ya bastante extendida entre equipos de Fórmula 1 de creación de piezas por impresión 3D.
Dallara dispone de una sala donde ocho máquinas del tamaño de una cabina telefónica y el aspecto de una de esas que hay en los salones recreativos con un gancho para trincar regalos. La estancia parece una sala de partos de la película Alien, un olor ácido y dulzón inunda su atmósfera y destellos de láser azul te guiñan. Es la luz la que solidifica la pasta similar a un gel de baño que reside en una bandeja abajo y por adición conforma figuras creadas por computador.
Cada pieza tarda un promedio de dos días en crearse dependiendo de su altura y volumen, así que en cada impresión suelen poner un puñado de ellas. Cada año, y con este procedimiento, crean unas 40.000 piezas tan sólo para ser usadas en modelos a escala. Fuera de la compañía, por mera celeridad, echan mano de un proceso en el que estas piezas de resina pueden recibir una superficie metálica. Es el sueño de Leonardo de Vinci, metal con alma de pluma de ave; resistencia y ligereza al mismo tiempo.
Otro de los espacios interesantes de esta Área 51 de la velocidad es una enorme prensa hidráulica de casi seis metros de altura. El presente y futuro de los monoplazas está construido sobre la fibra de carbono. La forma tradicional de atacarla es en base a hornos autoclave donde se cuecen con una presión atmosférica suspendida.
Cuando creas una pieza este proceso es muy eficaz, pero el problema llega cuando tienes que hacer miles de ellas… cada semana. Acortar plazos es una necesidad y con esta prensa experimentan para aplastar con cientos de toneladas la fibra y cocerla tras machacarla con saña. El beneficio neto resultante es el tiempo ahorrado en el proceso. Ahorrar tiempo para que el producto final ahorre tiempo. Los coches son rápidos desde antes de haber nacido, no ya solo en su diseño sino en su proceso de creación. El futuro también se escribe en italiano.
Próximo capítulo: un paseo por la factoría de Dallara. La sala de partos de coches de carreras más productiva del mundo.