Jean-Pierre Wimille, el mejor antes del campeonato del mundo
Podría haber cambiado radicalmente la historia y haber sido el primer campeón del mundo de pilotos al crearse el campeonato en 1950, pues pocos pilotos como él eran capaces de llevar al límite al fantástico Alfa Romeo 158. Pero su vida polifacética, su pilotaje pulcro, cayeron en el olvido en la orilla del nacimiento del campeonato. Sin embargo, fue el mejor piloto de su era. Hablamos del francés Jean-Pierre Wimille.
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Publicado: 28/01/2021 16:30
Nacido en París un 26 de febrero de 1908, Wimille era hijo de una familia acomodada, pero no adinerada. Su padre, Auguste, era un periodista de aviación y de automovilismo en Le Pétit Journal, por lo que la actualidad del motor no le era ajena. Pero en contra de lo aparentemente obvio, a Jean-Pierre los coches empezaron a interesarle más tarde. Porque fue un alumno brillante en la escuela y el instituto, y parecía encaminado a una carrera académica formal, pero el joven se alistó en el ejército francés, siendo destinado al norte de África, donde combatió.
En ese momento se conjugaron las tres notas definitorias de la personalidad de Wimille: inteligencia e inquietudes intelectuales y políticas, la defensa de su país y el interés por el automóvil, ya que en el norte de África se dedicó en buena medida a hacer de chófer de su general, experimentando de primera mano la necesidad de una conducción tanto rápida como segura. A su vuelta a Francia, la necesidad de velocidad había calado profundamente en él, de modo que el hombre que podría haberse dedicado profesionalmente a muchos ámbitos, o tener una carrera militar, optó ansiosamente por correr.
Unos inicios firmes
Y sí, su familia era acomodada, incluso con una razonable casa en la Costa Azul, pero no podía costear una carrera deportiva. Jean-Pierre se las arregló para juntar el suficiente dinero para adquirir un usadísimo Bugatti T37A, un coche modesto con el que empezó a competir. Pero no optó por carreras menores, sino que se lanzó directamente al Gran Premio de Francia, a celebrar en Pau el 21 de septiembre de 1930, en el circuito de 15.835 metros. Estaba en la categoría de hasta 1.5 litros, pero como el orden de salida iba conforme al dorsal, empezó quinto la carrera, si bien al paso por meta era ya décimo, y en la segunda vuelta el sobrealimentador de su ajado Bugatti se rompió y tuvo que abandonar. Un inicio frustrante, volviendo a pie a los boxes, y pensando en cómo pagar a los prestamistas la cantidad del Bugatti destrozado.
Pero eso no le hizo decaer. De hecho, su segunda carrera fue unos meses después, en enero de 1931, nada menos que el Rally de Montecarlo, en el que compitió en pareja con Marcel Lesurque, con el que había comprado un Lorraine Coupé Sport B13. Llegaron en segundo lugar, un resultado que parecía llamado a ser el único: para 1931 carecía de coche, hasta que un piloto rico y amateur, Jean Gaupillat, veinte años mayor que Wimille, le invitó a formar equipo con él y su Bugatti T51, ya que la normativa de Grandes Premios, cuya duración era de 10 horas, obligaba a ello. Jean-Pierre no dudó en aceptar la propuesta, y se dirigieron a Monza, al Gran Premio de Italia el 24 de mayo. Partieron en segundo lugar, y gracias a las habilidades de Jean-Pierre, lograron finalizar en un interesante cuarto lugar, en parte ayudados por los abandonos. Aún así, el estilo de Wimille era todavía agresivo.
En Ginebra, en el primer GP celebrado en la ciudad el 7 de junio, fue eliminado en la primera ronda con su T37A. Luego vendría el Gran Premio de Francia, en Montlhéry el 21 de junio, de nuevo en pareja con Gaupillat, donde rodaban sextos hasta que en la vuelta 71 la suspensión trasera dijo basta y tuvieron que abandonar. Y para acabar, en Bélgica, el 12 de julio en el circuito de Spa, los pilotos se quejaron de la lentitud de Gaupillat, pero pudieron participar. De poco sirvió: el Bugatti T51 se quedó sin caja de cambios y tuvieron que abandonar.
Al acabar el año, Wimille se veía de nuevo sin coche para el año siguiente. Sin embargo, apareció la figura de un rico mecenas, en este caso una mujer: Marguerite Mareuse, una piloto de cierta relevancia -primera en correr en Le Mans, la que más veces ganó la Copa de Damas en el Rally de Montecarlo- que puso a disposición de Wimille un T54, y pronto un T51 con el que logró su primera victoria en un Gran Premio. Fue el 24 de abril en Argelia, en el II GP de Oran, en el que tuvo que pelear con grandes nombres como Guy Moll, Marcel Lehoux, Philippe Etancelin, Stanislas Czaikovski o Hellé Nice. Estaban también Gaupillat y su nueva patrona, Marguerite Mareuse, en la parrilla. Con un pilotaje inusitadamente cabal, fue viendo caer a algunos rivales, progresó poco a poco, y acabó venciendo con dos vueltas de ventaja. Pero el Bugatti no era el mejor coche para competir, así que convenció a su protectora de hacerse con un Alfa Romeo 8C 2300, aunque tampoco llegaron resultados.
Puliendo el talento
El pilotaje de Wimille era vehemente, incluso algo tosco, pese a que trataba de imitar el estilo del gran Nuvolari, con un derrapaje controlado en las cuatro ruedas, firmeza en el acelerador, y velocidad. Pero era un estilo forzado, que le llevaba a cometer errores o a sacrificar los coches. No sería hasta finales de 1933 que empezó a encadenar buenos resultados, aunque en Grandes Premios de talla menor. Sin embargo, eso despertó finalmente el interés de Bugatti para convertirlo en piloto oficial para 1934. En realidad, pese a la gran calidad de pilotos de la marca de Molsheim, la llegada de los alemanes, e incluso Alfa Romeo, dejó poco que obtener para los franceses. Y para Wimille, sólo destacó la victoria en el GP de Argelia de nuevo.
Fueron años difíciles, de coches estéticamente preciosos y resultados escasos, incapaces de hacer frente a la competencia. Bugatti había caído en severas deudas y los banqueros no permitían grandes alegrías en el gasto. Los monoplazas estaban desfasados tecnológicamente, y Wimille -y quienquiera que llevase un Bugatti- podía quizás pescar en carreras menores, poniendo mucho empeño. Otra historia era con los coches sport, donde llegarían mejores resultados, y especialmente en las 24 Horas de Le Mans. Con el T57 recarrozado y denominado ‘Le Tank’, obra de Robert Aumaître y Jean Bugatti, logró la victoria absoluta en 1937 con Roger Labric como compañero, y la repitió con Pierre Veyron en 1939. Y es que Bugatti se había volcado hacia las carreras de sports y GT, donde la marca y Wimille sí consiguieron victorias.
Pero en los Grandes Premios, languidecía, pese a que su talento se había ido puliendo. Eso llevó a Auto Union, tras perder a Rosemeyer, a llamarle en 1938 para probar uno de sus monoplazas. Jean-Pierre siempre se mostró reacio por la implicación de las escuderías alemanas con el nazismo, siendo como era un confeso opositor a la ideología hitleriana -y pronto lo demostraría con hechos-. Pero una cosa eran las ideas, y otra probar una magnífica máquina de carreras. Quedó prendado con el coche y con el concepto de motor trasero, pero rechazó la propuesta -Nuvolari tomaría ese volante-, aunque serviría de inspiración para su Gran Turismo, que ideó durante la guerra: el Wimille, de motor trasero, conductor en posición central y que vería realizado algún modelo tras su muerte. Por el contrario, a mediados de ese mismo año, Alfa Romeo fue la que le ofreció un 312 para algunas carreras, en las que tampoco obtuvo buenos resultados, salvo el tercer puesto compartiendo volante con Clemente Biondetti en la Coppa Ciano, el 7 de agosto en Livorno. Suiza sería un séptimo puesto, Italia un abandono.
Tras ello, volvió a Bugatti en 1939, y salvo el mencionado triunfo en Le Mans, el año fue escaso en carreras y en resultados. Porque en septiembre, la Segunda Guerra Mundial dio comienzo, acabando como toda ambición competitiva. Surgió entonces el Wimille más comprometido y valiente. Junto con otros pilotos como Robert Benoist, y el inglés William Grover ‘Williams’, formó parte de un grupo de resistencia y de espionaje que fue fluctuando en proyectos y éxitos, en huidas y ataques, integrados en el Grupo de Operaciones Especiales del ejército británico. También su pareja, Christiane de la Freyssange, con la que contraería matrimonio en diciembre de 1940, estaba enrolada en la Resistencia. Christiane, de familia adinerada, no dudó en participar activamente, e incluso al final de la guerra escapó milagrosamente de un tren con dirección a un campo de concentración para ser ejecutada. Esa suerte no la pudieron evitar ni Benoist, ni Williams. Pero Wimille, astuto y con fortuna -varias veces escapó in extremis de la Gestapo-, pudo ver el final de la Guerra con su mujer, y la liberación de su querida Francia.
Florecer tras la Guerra
Y entonces, como si la Guerra hubiera convertido el riesgo en control, se desató la enorme dimensión de piloto de Jean-Pierre Wimille, comenzando con la Coupe des Prisonniers, en París, el 9 de septiembre de 1945, cuando las carreras volvían a la escena. Con un permiso especial por estar aún al servicio del ejército, Wimille llegó tarde para los entrenamientos. Pero con el viejo Bugatti T59, un coche desfasado, y desde la última posición, fue remontando uno a uno hasta tomar el liderato y vencer tan significativa prueba. La del renacimiento. La de la reaparición del francés en la escena automovilística para dominarla.
Jean-Pierre Wimille era muy inteligente y reflexivo, culto, con interés en la política hasta el punto de haber pertenecido a partidos políticos y pretender una carrera política posterior a su actividad deportiva. Dicen que era un gran orador, con una excelente capacidad de análisis. Junto a ello, era poco dado a la adulación, tanto a recibirla como a darla, y se mostraba bastante frío con el público. No era, en definitiva, uno que amase verse reverenciado por las masas. Junto a ello, era un empedernido mujeriego, a quien su novia y luego esposa parecía perdonarle todos los asuntos de faldas que siempre le rodeaban, más o menos intensos. Todo eso conformaba una combinación curiosa, que al volante se reflejaba en un pilotaje sereno, controlado, el coche jamás fuera de sitio, el gesto siempre calmado, dueño de sí y de la situación. Un piloto rápido que gustaba de ganar tomando el liderato y dejando atrás a todos. Él, el coche y la pista, solos en plena actividad creativa de la velocidad.
Para 1946, Alfa Romeo lo tenía en mente para ser uno de los pilotos de los recuperados 158, que además se mostrarían imbatibles. Había habido un contacto fallido con un 308 enviado a Niza para la primera carrera internacional tras la guerra, pero sí dispuso de él para su fantástica victoria en la Coupe de la Résistance el 30 de mayo, en su primera carrera del año. Pero la mirada estaba puesta en el ‘alfetta’. Se encontrarían por fin en la I Coupe René Le Bègue, el 9 de junio, en St. Cloud, un trazado que contaba con el túnel más largo jamás usado en un circuito de carreras: 1’8 kilómetros. Alfa Romeo se presentó con dos unidades, para Giuseppe Farina y Wimille. El francés tomó el liderato en la salida, y pese al asfalto mojado, se escapaba rumbo a una victoria incontestable. Sin embargo, los Alfa Romeo sufrieron una de las pocas debilidades en toda su carrera, y ambos tuvieron que abandonar por problemas de embrague que, por supuesto, fueron corregidos para carreras futuras.
Fue un inicio agridulce. Wimille sabía que contaba con el monoplaza adecuado para ganar carreras, pero le había doblegado la fiabilidad. Se recompuso con la victoria en el I Gran Premio del Rousillon, en Perpignan el 30 de junio, a los mandos de un Alfa Romeo 308, con el que ganó también en Dijon una semana después, en el GP de Bourgogne. Pero eran carreras de ámbito nacional, lejos del foco de interés internacional en el que Jean-Pierre quería y podía destacar. Así que la siguiente carrera, el GP des Nations en Ginebra, constituía la cita perfecta para colocar definitivamente su pilotaje en la medida justa de la escena automovilística.
Sin embargo, Alfa Romeo, sabedora de su superioridad, ordenó al director deportivo, Giovanbattista Guidotti, que empezara a arreglar los resultados, de modo que la marca siempre ganase, pero lo hiciese con el piloto más adecuado al lugar en que corrían, y evitando así además inútiles luchas internas que podían poner en peligro el resultado, pero sobre todo la conservación de los coches, para los cuales la firma milanesa no tenía ni tantos recambios, ni tampoco una economía boyante para asumir problemas. Y pese a ello, en Ginebra se presentaron con una pequeña evolución: dos unidades llevaban el compresor de doble fase, las asignadas a Achille Varzi y Farina, mientras que Carlo Felice Trossi y Wimille contaban con las estándar.
Fue una carrera para olvidar para el francés. En realidad, era el mejor en el trazado suizo. Ganó desde la pole y con la vuelta rápida su manga por delante de Varzi, y se clasificó para la final. Era un mano a mano entre Farina –dominador de su manga- y Wimille. El italiano iba líder, perseguido por Wimille, cuando ambos se disponían a doblar a Tazio Nuvolari. En la recta de meta, le pasaron ambos, pero Nuvolari se negaba a ser doblado, apuró en exceso la frenada y golpeó a Wimille, haciéndole salirse de pista, perder una vuelta, y acabar finalmente tercero –vuelta rápida incluída, eso sí-. El enfado del francés era profundo, hasta el punto que los comisarios obligaron a Nuvolari y a él a darse la mano, reconciliándose. Un Nuvolari, por cierto, que había ignorado las banderas negras de los comisarios, que al final las retiraron ante la actitud del mantuano.
La siguiente carrera fue la primera carrera de Fórmula 1 de la historia: el Gran Premio de Italia en el Parco Valentino de Turín, el 1 de septiembre de 1946. Alfa Romeo añadió a Consalvo Sanesi al equipo con un quinto 158. Wimille dominaba la carrera tras el temprano abandono de Farina, pero el equipo había tomado la decisión de que en Italia debía ganar Varzi. Jean-Pierre no estaba muy conforme, pero sabía que no podía desobedecer la orden. Fue ralentizando el ritmo hasta ser superado por su compañero. Pero, vuelta rápida aparte, el francés dejó claro que era más rápido entrando a sólo medio segundo del italiano en meta. Al acabar, se dirigió a Guidotti para quejarse de la situación, pero eso no fue una buena idea: fue apartado del equipo para el resto del año, perdiéndose, entre otras, la carrera de Milán.
Y eso que en Alfa Romeo estaban impresionados con su capacidad de adaptarse al coche, al circuito, y ser rápido desde el primer momento. De hecho, era su costumbre llegar relativamente tarde a los entrenamientos, se subía al coche, daba una vuelta de calentamiento, una lanzada y entraba en boxes: ya sabía qué necesitaba, había marcado un tiempo rápido y dado las indicaciones a los mecánicos. Podía parecer una actitud altiva, pero realmente daba resultado.
En 1947 se retomó la idea de las Grandes Èpreuves, esas carreras de gran importancia que antes de la guerra habían configurado el campeonato de Europa. No se había reinstaurado, pero empezaba a flotar en el ambiente su próxima organización, y este era un primer paso. Claro que, a fin de llenar su calendario, y dado que Alfa Romeo iba seleccionando pilotos para las carreras concretas, Wimille cerró un acuerdo con Amédée Gordini. Con él empezaría ganando la II Coupe Robert Benoist, en Nimes, el 1 de junio, con un Simca-Gordini 15. Los coches de ‘Le Sorcier’ no eran precisamente fiables, ni los mejores, pero en manos de Wimille destacaban, si se mantenían en funcionamiento.
De todos modos, la mirada estaba puesta en el GP de Suiza, en el precioso, rápido y peligroso circuito de Bremgarten, el 8 de junio. A dos mangas y una final, Varzi ganó la suya –atropellando y matando a un joven en la vuelta de honor- y Wimille la segunda. Ambos se enfrentaron en la final, con Wimille en la pole. No dio opción: fiel a su estilo, se escapó desde el inicio y ni siquiera el tremendo talento de Achille Varzi pudo retener a Wimille. Debió de ser, en todo caso, un hermoso espectáculo, con los dos pilotos más elegantes del momento luchando con armas iguales, hasta que en meta el francés ganó por más de cuarenta segundos, con vuelta rápida en su haber.
Llegaría entonces el GP de Bélgica, en Spa, el 29 de junio. En Alfa Romeo se había dado la orden de que venciese Varzi, pero la carrera complicó la estrategia. Varzi era líder con Wimille a su estela, pero Raymond Sommer, con un Maserati 4CL, empezó a acercarse a los Alfa Romeo tras superar a los de Trossi y Sanesi. Desde el muro dieron la orden de acelerar, lo que Wimille aprovechó hábilmente para aumentar su ritmo y echarse encima de Varzi, que empezó a abusar de los frenos hasta gastarlos totalmente, dejando el camino expedito para el francés, que con astucia se había hecho con una victoria que no le correspondía. El enfado de Varzi, segundo en meta, fue monumental, y no se recuperaría el equilibrio en el seno del equipo.
Mientras tanto, Wimille encadenaba abandonos en carreras francesas a los mandos del Gordini, al que siempre le fallaba algo que impedía que toda la velocidad que mostraba el piloto, se materializase en resultados y, sobre todo, premios. Cierto es que otras veces, como en Niza –segundo- o París –victoria- se lograban éxitos, pero el balance era netamente negativo, para desesperación de Wimille. No en vano, algunos sectores de opinión se preguntaban por qué dilapidaba su talento en un coche tan poco competitivo. Pero peor era que Alfa Romeo lo excluyese de la formación para el GP de Italia, en el Parco Sempione de Milán, que vio a Trossi encabezar un póker de ‘alfettas’ en meta. En vez al francés, se había seleccionado a un casi desconocido Alessandro Gaboardi. Al menos el año acabó con un par de podios en Lyon –tercero- y Lausanne –segundo- con el Gordini.
1948, un dominio abrumador
De todos modos, Wimille había sido el mejor piloto de Alfa Romeo. Conocía ese coche a la perfección, y de todos los pilotos de la marca, era el más capacitado para obtener de él lo mejor, siendo así una carta fiable en caso de necesidad. Pero los italianos también sabían que el monoplaza era excepcional. El año 1948 se abrió con carreras para Gordini y la decepción de que Alfa Romeo no se presentase al Gran Premio de Mónaco, que volvía a la escena automovilística: Wimille participó con un Simca-Gordini T11 con el que tuvo que abandonar. La firma del Portello sí que se presentó en Suiza, donde Wimille fue segundo tras Trossi. Pero fue una carrera triste: en los entrenamientos había fallecido el gran Achille Varzi. Su viuda pidió a la marca que corriese, pero fue un día opaco para todos. Se había ido un piloto al que ciertas adicciones le habían privado de mejores resultados, pero sobre todo, un piloto de una clase atemporal, como había demostrado antes y después de la guerra. La rivalidad entre Varzi y Nuvolari debió de ser algo digno de ver, con sus dos estilos tan diferenciados.
Bien mirado, sin embargo, y pese a lo cruel de la reflexión, lo cierto es que Wimille se veía libre de su mayor rival, de un auténtico igual en el seno de su mismo equipo. Y así, en su Gran Premio de casa en el rapidísimo trazado de Reims, no dio opción ni siquiera a un prometedor talento como Alberto Ascari, que acabó tercero en su única participación con los 158. El dominio de Wimille fue tal que pudo hacer cinco paradas en boxes y aun así vencer a Trossi por casi medio minuto. Esa superioridad fue todavía más dura en Italia, el 5 de septiembre, en el Parco Valentino de Turín. El día en que Ferrari debutaba en la F1, Wimille sacó una vuelta al segundo, dos al tercero –el Ferrari 125 de Sommer- y marcó la vuelta rápida.
El éxito en Italia continuó con la carrera de reapertura de Monza, el GP del Autodromo el 17 de octubre. Encabezó el póker de Alfa Romeo con casi cuarenta segundos sobre Trossi, más de un minuto sobre Sanesi, y tres vueltas con respecto a Piero Taruffi. Fue el mejor año de Wimille, que había crecido como piloto hasta el punto de ser reconocido unánimemente como el mejor del momento. Incluso Juan Manuel Fangio, que había compartido con él el equipo Gordini en la Temporada Argentina de principios de año, lo tenía como referencia a imitar –y el francés había advertido que el argentino era un talento a tener muy en cuenta-. Nadie podía hacer sombra al francés, que ganó cinco de las nueve carreras que corrió con el Alfa Romeo 158, con dos segundos, un tercero y un abandono. Resultados que hacen pensar en qué habría hecho Wimille en 1950 con el monoplaza en el campeonato del mundo de pilotos. Alfa Romeo decidió dejar las carreras en 1949, pero es prácticamente seguro que habría contado con el francés para 1950 y 1951, quizás en vez de con Farina -que había sido apartado en 1948-, quizás sin hueco para Fangio. Demasiados quizás, pero una certeza: nadie había logrado comprender a los ‘alfetta’ como Wimille. Nadie los había llevado tan rápido.
Un final injusto
Pero durante el verano austral, volvió a Argentina con Gordini para competir. El 30 de enero estaba previsto el Gran Premio de Buenos Aires, en el circuito de Palermo. El viernes 28 comenzaron los entrenamientos, a las 5:30 de la mañana. Wimille salió poco después de las seis de la mañana, dio una vuelta al trazado de 4.865 metros y se dispuso a realizar una vuelta rápida. En la Curva de Ombues, una larga curva de izquierdas que se iba cerrando, unos hablan del polvo levantado por el caballo de un policía que contenía a la multitud, otros que se cruzó un espectador: lo único cierto es que el Simca-Gordini 15 -chasis 00010GC- perdió la estabilidad, se desequilibró y fue a golpear con los fardos de paja que rodeaban la pista. El coche lanzó al piloto hacia un árbol, donde ambos impactaron.
Jean-Pierre estaba gravemente herido, pero todavía consciente. Lo llevaron rápidamente al hospital, aunque las heridas eran demasiado importantes y no se pudo hacer nada. A los 41 años, en la cima del automovilismo internacional, se terminaba la vida de Jean-Pierre Wimille. Su éxito en la relativamente oscura época de carreras de los años cuarenta ayuda a que su posición en la historia se minusvalore. Dicen que pensaba en la retirada, dicen que quería poner su empeño en la política. También dicen que hubiera ganado el campeonato del mundo a los mandos del Alfa Romeo que tan bien conocía.