Ronnie Peterson, volar a ras de asfalto
Podría haber sido Woodcote, en Silverstone. O la Parabolica en Monza. Incluso la exigente antigua Curva do Sol en Interlagos. Podría haber sido un March, un Tyrrell o un Lotus. Pero no era nada de eso: era simplemente Bengt Ronnie Peterson.
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Publicado: 14/02/2021 10:30
Era el año 1951, con apenas 7 años, en un cochecito de madera construido para esas carreras de inercia, colina abajo, en que se divierten los niños. Pero ahí, en esa fotografía en blanco y negro, reside la esencia perpetua e inmortal de Ronnie Peterson: la mirada aguda, la cabeza hacia delante. La mano derecha borrosa por el rápido contravolante aplicado al cochecito, domándolo con vehemencia. La ligera sonrisa asomando a la boca. Ahí estaba todo lo que acabaría siendo para el automovilismo el hombre nacido en Örebro, Suecia, un 14 de febrero de 1944.
De forma innata, esa era la forma de conducir un coche para Peterson. Espontáneo e improvisado, siempre al filo del momento crítico de la pérdida de agarre que convierte un glorioso momento de dominio en un embarazoso trompo. Siempre en el equilibrio de quien vive en el sobreviraje perpetuo. Y lo fue en aquel cochecito, como en los primeros karts, o en el tractor de carreras con el que seguía jugando con las inercias de un artefacto con cuatro ruedas y motor. El centro de gravedad, las fuerzas centrífugas, las rotaciones, conceptos técnicos que sometía a su antojo con asombrosa facilidad.
De modo que trepar por la escalera del automovilismo no sólo fue lógico, sino inevitable. Y eso que sus padres no eran en absoluto adinerados. Su padre era un modesto panadero, y su madre controló las ganancias que iba consiguiendo por los premios en las carreras de Fórmula 3 o Fórmula 2. Ronnie entregaba el dinero a la madre, que disponía. Raíces humildes y pies en la tierra para el dios del viento sobre cuatro ruedas. Y esa fue siempre seña de identidad del sueco: la sobriedad -pese a que se permitiese lujos ya en F1-, humildad, cercanía.
Porque más allá de ser extremadamente rápido, Ronnie Peterson era buena persona. Nadie, ningún piloto, dijo jamás una mala palabra de él -quizás sólo Juan Manuel Fangio tenga ese mismo honor-. Nunca tuvo un gesto agresivo en pista, nunca un acto peligroso. Siempre educado, sonriente, feliz de estar sobre un coche o con gente de las carreras. Nada más. Sin grandes despilfarros ni pasiones: coches, Barbro -su novia y luego mujer- y una enorme pecera que ocupaba la pared de su salón, cuidando y observando los peces en agua con sus movimientos acompasados. Y sí, claro, tenía casa en Mónaco, y otras residencias. Pero siempre sabedor de las cosas importantes de la vida, como Nina, su hija.
Unos inicios prometedores
Creció hasta ganar la Fórmula 3 en 1969, con el paso lógico hacia la F1 -combinada con la F2- gracias al equipo March, si bien primero de forma privada con el modesto equipo de Colin Crabbe, el Antique Automobiles Racing Team y el March 701 amarillo que tan bien combinaba con su casco azul y amarillo -los colores de la bandera sueca-. Y el debut en Mónaco en 1970, donde un año antes había asombrado en F3 venciendo. Y ahí, en ese intestino trazado entre apartamentos de lujo, yates y hoteles, luchando directamente con tipos como Pedro Rodríguez para acabar séptimo, mientras por delante Jack Brabham perdía estrepitosamente la carrera en la última vuelta frente a Jochen Rindt.
Con un equipo privado, las opciones de destacar eran siempre escasas -ni un solo punto-, pero el salto al equipo oficial arrojó un 1971 mucho mejor. Mientras simultáneamente se hacía con el título de campeón en la F2, Peterson se las arregló para secundar en la F1 a todo un Jackie Stewart. Con 5 podios -Mónaco el primero, en segundo lugar-, consiguió ser subcampeón del mundo en su segunda temporada en la Fórmula 1. La victoria estuvo a 0’010 segundos en Italia, en aquella trepidante carrera de rebufos. Pero al final, detrás de él en la clasificación del mundial, nombres consagrados, campeones del mundo. Ronnie Peterson, fiel a su estilo, superando a todas esas estrellas del automovilismo.
Y no lo hacía sólo en monoplazas. Porque la versatilidad del sueco le permitía saltar a categorías inferiores, y también a los coches de la categoría sport, donde pilotó para marcas como Alfa Romeo o Ferrari, venciendo carreras, o en turismos con BMW. Sin embargo, una de las circunstancias que acompañaron a Peterson durante su carrera deportiva fueron las malas decisiones en cuanto a elegir el siguiente equipo, como le pasó en buena medida a su coetáneo y compañero en Lotus, Jacky Ickx, y a tantos otros. Para John Watson era algo que formaba parte de Peterson: «Ronnie era piloto al 100%. Pero tu habilidad en el coche es la menor parte del proceso. Es la habilidad de asegurarte de que tienes la atención del equipo: Jackie lo hizo en Tyrrell, Mario en Lotus, Lauda en Ferrari. Pero también tenían la habilidad de comprender que había algunos pilotos mejores que ellos. Emerson se dio cuenta cuando Colin fichó a Ronnie. Emerson vio que no podía batir a Ronnie, que era un piloto rápido por naturaleza, pero Emerson era un hombre más inteligente en un coche de carreras».
Lotus: un equipo ganador
Así, tras un 1972 decepcionante en March, su desembarco en Lotus para 1973 parecía la opción correcta, acompañando al campeón del mundo de 1972, Emerson Fittipaldi. Y de hecho lo fue, porque superó a su compañero de equipo, ganando cuatro carreras -por fin la victoria, empezando en Francia- frente a las tres del brasileño, que vio con claridad la impresionante velocidad del sueco, lo que unido a la falta de apoyo como número uno indiscutido por parte de Colin Chapman, acabó provocando la salida de Fittipaldi hacia McLaren en 1974, donde sería de nuevo campeón. El momento decisivo fue en Italia, cuando Peterson ganó por delante del brasileño, sin recibir órdenes, complicando sobremanera las opciones de título para Emerson. Para Fittipaldi fue el final con Lotus, pero Colin Chapman había encontrado al piloto del futuro. Quizás toda la parrilla lo vio claro ese año en Silverstone, para el G.P. de Gran Bretaña, justo tras haber ganado en Francia.
Nos quedan, de nuevo, las fotos y algunos vídeos. Pero dicen los que estuvieron allí que era algo absolutamente hipnótico, hasta el punto que Jackie Stewart llamó la atención sobre ello en los entrenamientos al propio equipo Lotus: «tenéis que ir a ver a vuestro piloto por Woodcote». El Lotus 72E con el número 2, trazando la antigua curva de Woodcote, una rápida de derechas que daba acceso a meta. Cruzado, las manos -la misma mano derecha- raudas sobre el volante, con golpes precisos que hacían bailar el monoplaza negro y dorado por la curva, dejando gruesas marcas de neumático. El acelerador telegrafiando un mensaje claro al mundo: el piloto más rápido estaba en acción. Desde los entrenamientos, pasando por la pole position, hasta la carrera, con un segundo puesto tras Peter Revson.
No era algo casual. John Watson recuerda perfectamente el espectáculo que era ver a Peterson en otra curva retadora, la vieja Curva do Sol de Interlagos, casi de ciento ochenta grados: «La recorría con el coche en equilibrio con el acelerador y no salía humo de la rueda exterior porque tenía el coche muy bien equilibrado. Fue una cosa increíble. Pero era muy difícil con un coche». El propio Ronnie Peterson explicaba su estilo de pilotaje de manera franca: «Tengo dos remedios para las curvas y los derrapes: el volante y el pedal del acelerador. Para mantener mi equilibrio, necesito ir rápido, necesito llevar el coche al límite. Si ralentizo sólo un poco, empiezo a cometer errores, así que estoy en mejores circunstancias cuando aprieto fuerte».
Pero ese dominio del monoplaza tenía una doble cara. Porque Ronnie Peterson podía hacer rápida cualquier cosa con ruedas y motor, pero le faltaba una característica fundamental en un piloto completo: la capacidad para reglar el coche, para detectar sus carencias y saber cómo resolverlas. El sueco no sabía transmitir los problemas del coche a los ingenieros y mecánicos, que cambiaban elementos sin que el sueco notase gran cosa. Chapman recuerda que «era increíble en ese aspecto. Podías cambiar un coche en cosas bastante fundamentales, y seguía girando en el mismo rango de tiempos. Así que le preguntabas cómo lo sentía de diferente con lo anterior, y decía ‘uhm, desliza un poco más’. ¿Dónde? ¿Delante, detrás, en ambos? Y te decía que no estaba seguro. Me hacía arrancarme el pelo. Luego, claro, salía y lograba la pole position, así que no podías enfurecerte con él». Todo eso le hacía depender demasiado de la capacidad técnica de su compañero de equipo. Por eso, junto a Fittipaldi o posteriormente con Andretti, tenía una referencia sólida. Pero cuando tuvo que enfrentarse sólo al liderazgo de un equipo, empezó a flaquear.
El declive en Lotus
Así empezó su época de declive en la cumbre. Con Jacky Ickx uniéndose a Lotus en 1974 y en 1975, el equipo empezó a declinar técnicamente. El primer año aún se saldó con tres victorias y un quinto lugar en el mundial, pese al fracaso de la promesa del Lotus 76, teniendo que estirar el ya longevo Lotus 72, pero 1975 fue un descenso más grave aún, siempre con el 72. Mientras Ferrari y McLaren iban al alza, el Lotus 77, tras el fiasco del 76, no llegaba nunca. Su manager, Staffan Svenby, recuerda que «solíamos estar en el equipo equivocado en el momento equivocado. Tuvo un buen inicio en Lotus, pero el periodo de 1975 a 1977 no fue bueno». El 72 ya no era competitivo. Un cuarto y dos quintos puestos para ser decimotercero. El sueco quería huir de Lotus, pero Chapman lo convenció de esperar. Cuando debutó el 77 en la primera carrera de 1976 en Brasil, Peterson dijo basta: era un mal coche. Svenby buscó una salida, pero «para 1976, no había realmente adonde ir excepto a March, y a veces tienes que hacer sacrificios. Tenía un precontrato con Hesketh, pero no nos parecía el lugar, con todos esos chicos conduciendo sus Rolls-Royce». Así que tomó de nuevo rumbo a March, dejando a Mario Andretti en el equipo, que a final de año lograría vencer de nuevo.
No se le puede culpar, pero el paso fue en falso, pese a la magnífica victoria en Italia. Fuera de eso, el March 761 era una pesadilla de fiabilidad. Mientras tanto, Tyrrell parecía haber dado con una solución competitiva con su P34 de seis ruedas, de modo que puso rumbo al equipo de Ken para 1977. Otro mal paso: la evolución del coche no podía tener recorrido ante la falta de desarrollo de los neumáticos, pero el monoplaza adolecía de muchos otros problemas, y sólo el tercer puesto en Bélgica fue destacable. ¿Qué salida había para un piloto que nunca había dejado de ser rápido pero que había ido perdiendo su brillo en la cima? El propio Peterson reconoció entrar en depresión: «me sentí deprimido y me afectó. Era otra temporada desperdiciada, y además una en la que tenía esperanzas de hacer algo bueno. Entonces vi lo que Mario había logrado con el Lotus 77. Ese coche era horrible cuando me fui, pero él y Colin lo hicieron un ganador. Luego veía al 78 normalmente doblándome, y supe que tenía que volver allí de algún modo. No era el momento de ser orgulloso». Era el momento de volver al equipo que estaba creciendo. A Lotus.
Pero era la Lotus de Mario Andretti, que no quería a un rival en el seno del equipo: «decidme donde está escrito que necesitamos a dos estrellas en este equipo» se quejó el italoamericano. «Cuando Peterson y Fittipaldi corrieron juntos en Lotus en 1973, ganaron un puñado de carreras pero ninguno logró el título. No quería que eso pase de nuevo. Había firmado como número uno, pero me sentía mal porque Ronnie tuviera que aceptar ser el número dos, porque no es lo que él era». Habían ido trabajando para tener el Lotus 78, y especialmente el 79, en perfecto funcionamiento. Así que Ronnie Peterson aceptó todas las condiciones que le puso delante Colin Chapman, que hasta cierto punto se tomó la revancha por haberle dejado años atrás –sus relaciones eran tensas desde 1975-. Peterson era oficialmente el segundo piloto de Andretti, pese a que en muchas carreras era netamente más rápido que él. Sin embargo, nunca incumplió ni el contrato ni su palabra.
Segundo piloto en Lotus
«Mucha gente estaba molesta sobre ello», recordaría Chapman, «pero Ronnie no era uno de ellos. Él sabía malditamente bien que Mario se había ganado el campeonato. Ronnie fue un muy buen piloto, pero también debía mucho a Mario, y lo sabía. Fue Mario el que hizo el Lotus 79 el coche que fue, y Ronnie se benefició de ello. Era un hombre de honor». Un hombre de honor que también había confesado a sus amigos que «si miráis en los libros de historia, nunca ha habido un piloto que haya ganado todos los Grandes Premios. Tengo una oportunidad de ganar carreras y el título». Pero en realidad, pese a su velocidad, no la tenía. Porque su técnica de pilotaje no era la que necesitaba la técnica del efecto suelo del Lotus 79, como recuerda Mario Andretti: «Ronnie hizo los primeros test con el 79 en Anderstorp, pero no sabía lo que el coche necesitaba. Le faltaba ese conocimiento técnico, y eso le dañaba porque no podía remediarlo. Sólo podía enmascarar esa deficiencia con su enorme talento natural».
Encontrar una personalidad así ya no era común por entonces, pero eso le valió la amistad sincera de Andretti –«incluso tras tantos años de carreras, mantenía una cierta inocencia sobre ellas. Su palabra significaba algo».- Sólo cuando Mario fallaba, Peterson se liberaba. Esa última vez fue en Austria, en un anegado Österreichring en 1978. El día anterior, logró la pole. El día de la carrera, con Andretti eliminado en un accidente en la primera vuelta, Peterson tomaba el liderato. La lluvia extrema le hizo hacer un trompo, perder el liderato, pero la carrera se detuvo. Pudo volver a tomar la salida. Y ahí, pese a los escarceos de los Ferrari de Reutemann y Villeneuve en el liderato brevemente, el sueco tomó de nuevo el mando y nadie lo movió de allí hasta la bandera a cuadros, firmando gracias a la vuelta rápida un hat-trick en su última victoria. Dejando la última pincelada de grandeza.
A su lado, en su primer podio, estaba Gilles Villeneuve, un piloto cortado con su mismo patrón, un verdadero sucesor natural al que había tenido que amonestar tras el grave accidente en el GP de Japón de 1977. Sin embargo, el joven canadiense tenía ese enfoque de las carreras tan similar al suyo. Nadie podía saber que sería la primera y última vez que dos de los más grandes talentos del automovilismo compartían la alegría del podio. Curiosamente, Gilles ganaría su primer Gran Premio en Canadá apenas dos meses, cuando el Lotus de Jean-Pierre Jarier -sustituto de Peterson-, que tenía un firme liderato, sufrió una fuga de aceite que le hizo abandonar.
Se fue en la cumbre de su arte
Antes había llegado Monza, casi de manera obvia su circuito fetiche -tres victorias y un podio-, el templo de la velocidad para el piloto más rápido de todos. Y toda la concatenación de hechos que acabaron llevando a su inesperada muerte al alba del 11 de septiembre, cuando todo parecía abocado a un desenlace si no feliz -las lesiones en sus piernas eran bastante importantes-, al menos no tan trágico. Morir a los 34 años en la cumbre de su arte. Y ser, póstumamente, de nuevo subcampeón del mundo.
Para 1979, sin embargo, había tomado otra decisión errónea: ir a McLaren, que estaba de nuevo en horas bajas. Pero nada de todo eso se pudo ya observar. Ronnie Peterson se había marchado dejando una impronta calmada, elegante en cada una de sus facetas, tanto deportiva como personal. Una velocidad imposible de igualar. Un talento inagotable. Un carácter irrepetible que marcó a quien estuvo cerca suyo. Que inundó el corazón de una Barbro que no pudo soportar su ausencia, suicidándose nueve años después.
Y al final, todo se reduce al viento en el rostro del niño de 7 años que contravolantea con decisión sobre un coche de madera sin motor que avanza impulsado por la gravedad. La sonrisa chispeante, los ojos atentos a la siguiente curva. Todos los circuitos en ese momento, todos los coches. Porque, como dijo Chapman, «conduce siempre a fondo, todo el tiempo. Si no tiene el ritmo, es por el coche, no por él». Toda la velocidad reducida al hombre que hizo un arte el lograr el equilibrio perfecto entre rozar el asfalto y volar a ras de suelo.