Lagartijas, hormigas, frío y hambre (Porque no siempre los test de F1 han sido divertidos)

A las hormigas no debió hacerles mucha gracia que les pisotearan su casa. Perseguir lagartijas era divertido aunque improductivo. Además, su velocidad era superior. Hace tres décadas con los teléfonos móviles no podías seguir las redes sociales, ni siquiera se podía jugar al Fortnite.

Lagartijas, hormigas, frío y hambre (Porque no siempre los test de F1 han sido divertidos)
Michael Schumacher, en un test con Ferrari en 2001. Tiempos muy distintos.

20 min. lectura

Publicado: 11/02/2021 13:30

Bueno, es que tampoco había teléfonos móviles.

Ante este panorama, capturar coleópteros voladores era poco tentador, y hablar solo aburrido porque ya sabías lo que te ibas a contar, así que limpiar la cámara pasando el dedo por lo intrincado de su anatomía era la única tarea entretenida que te quedaba. La situación era estar sentado en el muro de protección, sin coches en pista, y escuchando el silencio sepulcral apenas roto por el paso de algún avión en aquel cielo nublado... pero silencio. Silencio y más silencio. Algo de viento, algún pájaro perdido buscando algo que llevarse al pico, pero en esencia inactividad. Espera. Todo un ejercicio de paciencia.

Así es como pasaban las jornadas de pruebas y entrenamientos hace tres décadas, cuando se vendían carretes Kodak en las tiendas de fotografía, los equipos apenas tenían un tráiler, puede que dos, y los cascos de los pilotos te los podías comprar en la tienda de motos de la esquina a un precio razonable.

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La soledad es estar esperando 3 horas bajo una intensa lluvia a que un solitario coche decida salir a pista

Hace unos días, un periodista amigo (pero más joven que Virutas) largaba por su Twitter: «Cuando Alonso fue campeón no daban información de tiempos y estaba casi solo en el pitlane». Toda opinión es respetable, más aún si está basada en una experiencia, pero no, estimado... tú no sabes lo que es la soledad. La soledad es otra cosa. La soledad es estar esperando tres horas bajo una intensa lluvia a que un solitario coche decida salir a pista mientras proteges con tu cuerpo la cámara para que no se te inunde por dentro. Si eso ocurre, adiós cámara ese día y añade una buena factura al recogerla tras una segura reparación. Añade también a la escena que en todo el circuito sois dos fotógrafos, ningún cámara de televisión, y un periodista abandonado apostado en la puerta del box.

Añade en el escenario al personal del único equipo que rueda, que son unos quince, y apenas hay marshalls en todo el trazado. El tipo más cercano a ti está a más de mil metros y los carretes de diapositivas que llevas en los bolsillos del chaleco no impermeable que vistes se te están mojando dentro de los bolsillos. Con la caída vertical del líquido elemento se te están empezando a revelar... ¡antes incluso de que hagas las fotos! Eso sí es la soledad. Abrumado dentro de ella te preguntas una y otra vez en voz baja: «¿Qué cojones hago yo aquí?». Mientras, rezas para que la cámara no se te pare con el agua porque entonces te volverás a casa con el día perdido, ninguna foto que remitir a tu clientela, y el gasto extra del mecánico de Canon.

Todo esto empieza cuando arrancas el coche a las cuatro de la mañana y sales de casa con cuarenta kilos de equipo y sin desayunar. Paras a las dos horas de marcha 'a repostar’. Ante la ausencia de comederos dignos abiertos a esas horas y paras donde puedes, por norma general, una gasolinera. Haces un poco más rico al tío que hace los Bollycao y los Cacaolat de chocolate, desayuno standard del viajero solitario, ingesta que de forma masiva en caso de encadenar muchos viajes afines ayudan a dar forma a lo que hoy es una hernia de hiato tan perfecta que sirve de ejemplo en la Facultad de Medicina de tu ciudad (Si, Virutas es modelo, modelo en medicina anatómica del sistema gástrico).

Hubo tiempos en los que la Fórmula 1 era mucho más accesible en lo personal, pero también mucho más complicada en el aspecto logístico.

Llegas a la pista tras cinco horas al volante. Saludas al jefe de prensa, que te conoce desde que eras becario. Bajas a boxes y eres consciente de que tu único compañero es el aire, que por cierto, está inquieto, lo que ayuda a incrementar la desagradable sensación térmica de frío, un concepto del Siglo XXI, porque antes tan solo ‘hacía un frío de cojones’. Te subes el cuello del polar que te dieron en la presentación de una moto japonesa. Las manos se te empiezan a quedar heladas y te cuesta notar lo que tocas con los dedos. La noche antes pelaste las cajitas de cartón y sus cápsulas de plástico a los casi sesenta carretes de Fuji RD100 que trincaste para desarrollar la tarea y presumes que puedes llegar a disparar. Los carretes van ahora van 'al aire', metidos en los bolsillos. Tienes treinta y seis disparos por rollo, dos mil ciento sesenta fotos en total que tendrás que procesar en un laboratorio esa misma noche. No verás una sola imagen hasta mañana. ¿Coste? Cuatro euros por carrete y unos cinco por el procesado tipo E-6. Sesenta carretes, casi quinientos euros fundidos ese día si decides dispararlo todo.

De repente ¡BUUUUUUUMMMMM! ¡Ruido! La explosión inicial del arranque de un motor atruena en la lejanía y levantas la cabeza disparada como por un resorte. Sonríes de manera casi imperceptible, el cazador ya atisba su presa. Hay suerte, Sale Michael Schumacher y estas fotos siempre interesan. En un movimiento reflejo, sin pensarlo, revisas los parámetros de la cámara, mides la luz con un fotómetro Minolta que cuelga de tu cuello, y empiezas a ver como un bólido rojo truena la atmósfera con un sonido asincopado, irregular, como tosiendo. Alzas la EOS-1 con un 500mm de enfoque manual enganchado y clac-clac-clac-clac-clac-clac... El sonido mecánico escrito en japonés pero comprensible a nivel planetario desvela una ráfaga no mortal.

Sin víctimas, sin más cadáver que el de las hormigas que llevas pisando desde hace rato y cuyas hermanas empiezan a subirse por las botas de trekking que calzas. El bramido del V10 ahoga el sonido de la Canon, pero sabes que disparaste media docena de fotos porque en la ventanita del ingenio nipón dice que te quedan menos disparos disponibles en su cargador. Tras la vuelta a ritmo lento el carrerista decide meterse en boxes porque las condiciones húmedas de la pista no le han gustado. Una única vuelta, y despacio. Echa una, puede que dos horas antes de decidir volver a salir y allí sigues tú. Esperando. Sin más compañía que las veloces lagartijas, las hormigas que aún quedan vivas y la inesperada visita, de paso, del fotero alemán que ejercía de competencia ese día en la pista. El alto, bigotudo, con panza cervecera y lleva un equipo mejor que el tuyo. «A ese le pagan mejor que a mi», piensas en silencio. El barrigudo saludó con la cabeza y sin emitir sonido alguno al escuchar un perfecto «Hello». No hubo más relación interpersonal. No es amigo.

Tras hartarte de esperar de manera infructuosa decides bajar hasta los boxes. Como coches apenas tienes, a ver si puedes llevarte al menos algunas caras. Llegas a la puerta del garaje y pillas complejo de sospechoso cuando ves que todos giran la cabeza hacia ti… pero no te saludan. Mala señal, tienen al descubierto algo que no quieren que veas. Uno se despega del coche, se encamina hacia ti, y llega hasta la persiana metálica azul del box para bajarla. Se acabó la sesión fotográfica, incluso antes de empezar. No has podido capturar ni una sola imagen. Cero cartón. Otras veces, si no hay misterios, si van de sobrados esa temporada y hay alegría en el box, igual te dejan hacer y hasta te preguntan que para quien curras. Tú, que eres perro, llevas en la mochila unas pocas revistas donde has publicado recientemente y se las das al piloto, el epicentro de toda actividad. Les explicas que necesitas hacerle unas fotos, y si él y el jefe de equipo asienten con la cabeza, todos te abren la puerta hasta donde quieras. Montas tus flashes, le pides al deportista que suba la cabeza, que sonría, que te señale con el dedo y que sujete con las manos su volante... apenas tiene media docena de botones, no hay grandes misterios en él. Al acabar les dejas tu tarjeta y con suerte, en Navidad te mandan una postal. Schumacher lo hizo durante unos cuantos años. Por ahí deben andar.

Acabas tu tarea tras acabar la actividad en pista, a las seis (ahora es a las cinco). Vuelves a tu coche con las manos un poco menos heladas; no por el cortante frío que te ha tenido aterido toda esa jornada invernal, sino porque el cuerpo se calienta con la tarea bien hecha. Arreas de vuelta a casa. Cenas un bocata cuando el sol ha acabado también su jornada y te das cuenta de que ese día no has comido. Los circuitos son habitualmente lugares inhóspitos y poco acogedores. El único avituallamiento al que tienes acceso es al agua de alguna manguera, de las de regar. Olvídate de bares, restaurantes o alpiste común: hay lo que te lleves, y si no te llevas nada, o te comes un carrete o acabarás dándole bocados a las plantas del ajardinado.

El día no se dio mal del todo. El sol salió a media mañana, secó la pista y los coches, el coche, rodó mucho. Debían estar probando algo que funcionaba porque pararon poco. Sin incidentes. Sin averías. Sin interrupciones más que para comer, a la hora británica de comer, la una. Conociendo sus costumbres pegas un salto y te acercas al lugar donde más rápido pueden despacharte algo que echarte al estómago: otra gasolinera. Lay´s al jamón, una lata de Coca-Cola, unas almendras y alguna porquería industrial son tu menú de ese día, menú que agradeces por cierto no mirando el precio.

Los carretes de fotos, un recuerdo de otros tiempos.

La tarde es tranquila pero con una cadencia constante de giros con runs de cinco, cuatro, cinco, seis vueltas; nada de tandas largas. Como el test lo paga Bridgestone, concluyes que están probando gomas y compuestos. A las seis chapan la barraca y tiras para el paddock, que siempre se pilla algo. Un jefe de equipo de charla con el piloto, unos mecánicos lavando neumáticos, alguna escena de la puesta de sol, que en Jerez siempre es agradecida… Descubres algo casi cómico. Utilizan un torito de carga para subir a un tráiler el cargamento de cajas Larios necesario para emborrachar a todo un batallón. Media docena de cajas de la ginebra española que iría a traspasar gargantas de otras latitudes. La facilidad de acceso y los bajos impuestos de los 90’ alentaban este tráfico etílico.

Decides picar billete cuando allí no quedan más que los mecánicos, encerrados en su box, los de seguridad, las lagartijas y tú. Hora de pirarse. Carretera y manta, pero sin manta.

Llegas a tu ciudad pasada la medianoche y te vas al laboratorio, donde trabajan por las noches. Atienden a foteros de bodas, comuniones, carnets de conducir, pruebas periciales de un asesinato en una reyerta, o las fotos tomadas por un agente de la Guardia Civil en un accidente. Les sueltas los sesenta carretes de golpe encima de la mesa y les dices «¿que pa cuando están?». La respuesta fría y mecánica del empleado con acento argentino que te atiende es «si las querés velós podés quedarte acá; las empesamos a prosesár en media hora y te las llevás en un par de horitas». Asientes con la cabeza y piensas qué hacer durante esas dos horas. Llega Claudio, un tipo bajito y cabezón que con cara seria pero de guasa te suelta «¿qué, quieres 'La Caja'?», a lo que respondes «échala pacá». Te traen una de lata del tamaño de una caja de zapatos con todos los engendraos visuales que han pasado por las tiradoras manuales en los últimos veinte años. Parejas en situaciones comprometidas, perritos u otros animales lamiendo zonas erógenas, frutas fusiformes introducidas por oquedades corpóreas, trenecitos protagonizados por media docena de tipos bigotudos en una habitación de hotel (que te imaginas entonando canciones de Village People) o prácticas sexuales que ni siquiera sabías que existían. Todas ellas fotografiadas con cámaras de bolsillo y más de la mitad con cabeza cortadas por arriba. Las risotadas llegan hasta el cuarto oscuro donde el argentino está liado con tus miles de fotos.

En Ibexpress te clavan una buena puñalá y a cambio te llevan en medio día las fotos hasta Londres o Hamburgo

Dos horas más tarde y agotado el repertorio en doble pase de posturas de 'La Caja' recoges tu trabajo, te las apuntan en tu cuenta y te piras a dormir. A esa hora empiezas a ser consciente de que hueles a sudor, a esfuerzo, a setecientos kilómetros en la espalda y un día currando, sin comer, pero feliz.

Al día siguiente echas un vistazo a las fotos sobre una 'mesa de luz', carísima caja metálica del tamaño de un DIN A3 donde se pueden ver un puñado de diapositivas de golpe. Seleccionas las buenas y sales a media mañana hacia las oficinas de carga de Iberia. En el servicio Ibexpress te clavan una buena puñalá y a cambio te llevan en medio día las fotos hasta Londres o Hamburgo, epicentro comercial de este tipo de material durante los 80-90 del siglo pasado. Pagas y te piras cogiendo aire. Atrás quedó el tiempo en que te ibas a los pasajeros del avión, o a sus tripulantes, y eran ellos los que te llevaban el paquete y alguien de la agencia le reconocía al llegar y le pedía 'su paquete'. Es ahí es donde termina tu trabajo, no cuando disparaste tu última foto.

Por la tarde alguien te llama a casa —no hay móviles— y te dice en inglés con fuerte acento germano, "colegga, a tu paquiete debe haberrle caído encima un elefante o algo pesado que iba en la bodega de carrga. Se han jodido la mitad de las fotos"... se te corta la respiración, toses, tragas saliva, y apenas carraspeas cuando te dicen "trranquilo, las fotos de Michael derrrapando están bien. No te prriocupes, las quierren en varios sitios. Buen trrabajo. Ya cobrrarrás". Hubo final feliz, como en la pelis de Meg Ryan... pero sin Meg Ryan.

Epílogo: Antes que el prota de nuestro cuento hubo otros, y después habrá más, Cambiarán las formas, los pilotos, puede que los equipos, los medios técnicos, y hasta Ecclestone, que algún día se marchará. Pero los que hacen esto o aman profundamente su tarea o sencillamente tendrán que dedicarse a otra cosa, probablemente mejor pagada, y seguramente más tranquila, pero no será un trabajo mejor, porque un trabajo mejor no lo hay, aunque tengas que guardar dos días de cama por el catarro que te pillaste tras aquellos test.

Fotos: Scuderia Ferrari | Williams Racing | Pixabay

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