Jim Clark en Monza 1967, velocidad imparable
Era la quinta vuelta de la carrera. La intensa lluvia caía sobre el Circuito de Hockenheim, que pese a ello seguía siendo muy rápido. En octavo lugar, el Lotus 48, chasis R3, marcado con el número 1, afrontaba la larga recta hacia la Ostkurve. Pie a fondo. Era el 7 de abril de 1968.
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Publicado: 07/04/2022 12:30
Quizás no quería estar allí, en aquella pista nueva para él. Pero seguramente no era el caso. Tampoco pensaría en nada más que no fuera, como siempre, estar plenamente conectado a cada ínfima reacción de su coche. Pero, ¿quién sabe?, quizás aquellas largas rectas entre bosques le recordaban a otro trazado rápido y rodeado de árboles. Apenas 7 meses antes, Jim Clark había demostrado al mundo que estaba por encima de todos. Fue el 10 de septiembre de 1967, en el Gran Premio de Italia, en Monza.
Por aquél entonces, Monza era una sucesión de cuatro rectas empalmadas por cinco curvas más o menos desafiantes, como la Curva Grande o Ascari. Nada de chicanes. Así que el magnífico Lotus 49, chasis R2, asociado al que iba a convertirse en legendario motor Cosworth DFV V8, se mostraba como el instrumento ideal para el trazado lombardo. El viernes, primer día de entrenos clasificatorios, Clark quiso dejar claro que estaba dispuesto a lograr la victoria. Con un registro de 1’28’5 logró la pole, 0’3 segundos mejor que Jack Brabham -que había probado una canopia aerodinámica cubriendo el habitáculo- y 0’81 mejor que Bruce McLaren.
El sábado, mientras Clark probaba los neumáticos Goodyear ante el disgusto por el comportamiento de los Firestone, la lluvia empezó a caer. Las largas rectas de Monza se difuminaban en nubes de agua que quedaba en suspenso entre los árboles del parque. Mejorar los tiempos era imposible, aunque se alargó la sesión media hora. Jim Clark se había hecho con su trigésimo primera pole position, que sería la antepenúltima. Era su tercera pole en Italia.
El domingo, el sol brillaba con intensidad en los últimos días del verano. El público se apretujaba en las gradas, ribazos y por donde podían para ver la carrera. Mientras tanto, los monoplazas se dirigían a la pre-parrilla, un curioso sistema del pasado. En vez de dar la vuelta de formación que se lleva haciendo años para colocarse en parrilla, los coches eran colocados unos metros más atrás de las posiciones de salida. Luego, con una bandera verde, los pilotos se debían colocar en su lugar, y entonces se agitaba la bandera nacional del Gran Premio dando inicio a la carrera.
Pero en un modo deliciosamente italiano, hubo confusión. No hubo reunión previa con los pilotos, y algunos dudaron del procedimiento de salida. Un oficial movió la bandera verde, mientras el director de carrera desplegaba la italiana. Jack Brabham, Bruce McLaren y Denny Hulme elevaron las revoluciones y soltaron el embrague, saliendo lanzados. Era una salida en toda regla, que cogió al director de carrera desprevenido y al resto de pilotos sorprendidos. Agitando con premura la ‘tricolore’, y con los pilotos respondiendo a la actitud del resto de compañeros, se dio caóticamente la salida.
Por suerte no hubo que lamentar impactos. Brabham era el líder inicial, pero Dan Gurney en su precioso Eagle tomó la cabeza en Lesmo. Al llegar a la Parabolica, Jim Clark quizás recordó el lejano Gran Premio de 1961 y el toque con Wolfgang von Trips. Y la tragedia desencadenda con su compañero fallecido en mitad de la pista junto con catorce espectadores embestidos por el descontrolado Ferrari. Miró bien su posición y la del resto. Al paso por meta estaba cuarto, detrás de su compañero Graham Hill. Segundo en la segunda vuelta. Líder en la tercera. Y el infinito de Monza ante sus ojos. Pista libre. Velocidad pura.
Líder. Imponiendo su ritmo endiablado, escapándose de todos los rivales a través del Parco Reale. Había logrado un segundo de ventaja, suficiente para que los rebufos no fueran tan graves. Hasta la vuelta 9 de las 68 previstas. Una extraña vibración le hizo bajar el ritmo. Sus perseguidores, Hulme, Brabham y Hill se acercaron. Eran un cuarteto hasta el final de la vuelta 12, cuando Hulme adelantó de nuevo a Clark en la curva Parabolica. El neozelandés le hizo una señal a Clark: la rueda. Clark comprendió el mensaje de Hulme y miró hacia atrás. La rueda posterior derecha estaba perdiendo presión, así que no quedaba más remedio que pasar por boxes en la vuelta 13. Las paradas en boxes eran algo a evitar en un Gran Premio por entonces. Así que, entre el tiempo perdido por rodar más lento y el pasado en los boxes cambiando la rueda trasera, Clark volvió a pista pero con una vuelta perdida. Decimoquinto de dieciséis pilotos en pista. Con los líderes de la carrera en la lejanía de la Curva Grande.
Allí sentado, delante de aquél ruidoso motor, rodeado de gasolina en un tórrido día de verano en la Lombardía, doblado tras un infortunio, ¿qué podría estar pensando Jim Clark? ¿Se acordó de la legendaria carrera de Tazio Nuvolari en Alemania, 1935? ¿Quizás de la más reciente de Juan Manuel Fangio en Alemania 1957? ¿Se retó a sí mismo contra todos? Seguramente no. Sólo se aferró al volante y decidió divertirse en la rápida fluidez del Autodromo di Monza con un Fórmula 1 maravilloso. Pero lo que hizo es digno de ser recordado como una de las mayores hazañas de un hombre y una máquina de carreras en la historia. Uno de esos pocos momentos en que el piloto y su máquina forman un único ente y se desenvuelven en el espacio-tiempo con una precisión perfecta.
Clark empezó a rodar un segundo por vuelta más rápido que todos sus rivales, que estaban girando en tiempos de 1’30’’. Cada vuelta era una nueva vuelta rápida. De modo que en la vuelta 22 estaba a las espaldas del grupo de los líderes, Graham Hill, Denny Hulme y Jack Brabham, pero no para recuperar el liderato, sino para desdoblarse. Era un juego extraño, que quizás le llevó a esa misma pista, tratando de doblar a Innes Ireland.
Innes le culpaba de su despido en Lotus a finales de 1961, de modo que trataba de complicarle la vida a Clark por todos los medios en pista. En 1963, Jim luchaba con Gurney por la victoria. Llegaron a Ireland, que iba a ser doblado, pero al detectar a Clark, empezó a cerrar huecos e impedir el adelantamiento. Clark dejó pasar a Gurney, pero Ireland no se percató. Cuando el estadounidense trató de pasar en la Parabolica, Ireland bloqueó el paso, pero Clark se abrió por fuera y pasó a ambos.
Esta vez no iba a ser tan duro. En la vuelta 24 conseguía finalmente adelantar al entonces líder, Hulme, y ponerse en la misma vuelta que ellos, rodando justo delante. Ahora tocaba recuperar los 5.750 metros que medía Monza, volverse a poner detrás de los líderes y adelantarlos de nuevo. Quedaban 44 vueltas de carrera. Con el sentido común, nadie hubiera apostado a que fuera posible. Pero era Clark. Y era uno de esos días mágicos en la pista italiana. Así que el Lotus marcado con el número 20 empezó a perderse en la lejanía.
Recta a recta, curva a curva, fue arañando cada décima. En la vuelta 26 marcó el giro más rápido de la carrera en 1’28’’5, el mismo tiempo que su propia pole, pero con un depósito mucho más cargado de combustible. Es cierto que la fortuna sonrió un poco a Clark porque Hulme se retiró en la vuelta 31 por calentamiento del motor y algunos otros competidores fueron cayendo destrozados por la exigencia de Monza.
Al iniciarse la vuelta 47 ya estaba en la sexta posición, quinto en la 49, cuarto en la 54. Con el abandono de Graham Hill en la vuelta 58, Jim Clark había subido ya a la tercera posición, lo cual, desde cualquier punto de vista, era ya algo memorable. Pero la exuberancia de su carácter al volante no le dejaba conformarse. En la vuelta 59 adelantaba al Honda de John Surtees. Delante suyo, el Brabham del piloto homónimo. Al iniciar la vuelta 60, la grada sólo podía gritar eufórica al ver a Clark tomar el rebufo de Brabham. Al llegar a la ligera frenada de la Curva Grande, el Lotus era líder del Gran Premio de Italia. En 36 vueltas había logrado lo que parecía imposible.
Rotundo en su pilotaje, comenzó a abrir un ligero hueco que llegó a los 3’5 segundos. Al comenzar la última vuelta, Clark iba a obtener una victoria épica. Pero al llegar a la Curva Grande, el V8 carraspeó. En mitad de la curva se paró y sólo los reflejos de Clark evitaron que acabara contra la valla de seguridad. Hulme y Surtees le pasaron como un rayo. La bomba de la gasolina ya no surtía de combustible a su motor por culpa de la espuma antiincendio del depósito de combustible. Al acabar la carrera los mecánicos comprobaron que quedaban unos pocos litros, pero la bomba no podía hacerlos llegar al motor.
Así que sólo le quedaba arrastrarse por la pista e intentar llegar a meta, mientras por delante, John Surtees lograba su última victoria en la Fórmula 1 frente a Jack Brabham sobre la misma línea de meta, debido a que Brabham cometió un pequeño error en la última curva. Fue la segunda victoria en F1 para Honda, y la última en 39 años como constructor.
Mientras todo eso pasaba, un Lotus iba dando bandazos por la pista, tratando de que la inercia hiciese llegar gasolina al motor. Lo iba logrando, arrastrándose por el trazado. Cuando ya nadie esperaba verlo llegar, tras la Parabolica apareció el Lotus de Clark. La grada rompió a aplaudir y animar el lento avance del Lotus, que agotando hasta la última gota del preciado combustible, cruzaba la meta tercero a 23’1 segundos de los vencedores. El público era feliz por la victoria de Surtees, pero elevaba en hombros a Clark como auténtico héroe del día.
Denis Jenkinson sentenciaba que «Clark se pone definitivamente en la categoría de grandes pilotos como Nuvolari, Fangio y Moss», mientras que Marcello Sabbatini glosaba la actuación diciendo que «su carrera ha sido una obra maestra de fuerza, de ambición, de clase, de voluntad y de increíble ritmo. El gran Jim es un concertista de las carreras, un Rubinstein, frente al cual los adversarios logran apenas figurar como algo más que unos emocionantes debutantes».
Clark no se lamentó por lo ocurrido. Su sonrisa era amplia y serena. Era el tipo de situaciones que le gustaban del arte de conducir coches de carreras. Con su sincera humildad, al periodista Gérard Crombac le confesaba poco después: «Monza es un circuito fácil, fácil, de hacer siempre a fondo. ¿Por qué los otros no lograban ir más rápido?», fue toda su explicación. Sin soberbia.
Hockenheim era también fácil a fondo, como estaba ya en esa recta envuelta en una nube de agua. La lluvia no era un problema para Clark, como había demostrado en Spa-Francorchamps tantas veces. Hubo un ruido, el Fórmula 2 bailó, Jim trató de corregir. Como tantas otras veces. Pero esta vez su prodigioso talento no pudo evitar lo que siempre pareció imposible.