Virutas F1Mejor llámame Lewis (Capítulo 2)
El servicio médico del Circuit es modélico en muchos aspectos y no sólo tratan a los pilotos, sino a todo aquel que asiste a las instalaciones, público incluido, a razón de unas quinientas actuaciones por temporada. Desde picaduras de insectos hasta infartos de miocardio, desde rozaduras por unas zapatillas nuevas hasta esguinces por uso de tacones altísimos para bajar por un terraplén.
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Publicado: 22/08/2019 17:30
Charlie Whiting era hipertenso, con frecuencia se le olvidaban las pastillas para la tensión en el hotel, y mandaba a alguien en busca de un apaño a su despiste. Otro año, durante unos test la epidemia de gripe que asoló el paddock convirtió a los integrantes del departamento en camellos de Bisolgrips. Tuvieron que salir a una farmacia de guardia a comprar más, porque se quedaron sin existencias. Aunque sí que suele ser lo más espectacular, a veces lo peor no siempre es lo que les ocurre a los pilotos. Pocos olvidan aquella apendicitis de Pat Fry cuando estaba en Ferrari, al que tuvieron que helillevarse al hospital con una peritonitis que estaba a punto de sacarle las bielas por el cárter. O aquel tipo mayor de Williams, que cuando el incendio del box en 2012 agravó su asma con la humareda y casi se les echa allí a morir. Salió adelante.
Del servicio médico depende el helicóptero. Si las condiciones meteorológicas no son las debidas el pájaro no vuela, y si el pájaro no vuela los que corren no corren. En una ocasión la niebla impedía el despegue del amarillo Eurocopter del RACC y la decisión pasaba por el servicio médico; sería un facultativo el llamado a dar la salida en aquella jornada de carreras. Allí estaba, en la puerta del hospital, aquel tipo de bata blanca y clásico estetoscopio al cuello, rodeado de los jefes técnicos de las escuderías. Una decena de ingenieros vestidos de colores le rodeaban inquietos como si fueran unos caníbales que a continuación le fuesen a cocinar en una olla gigantesca aliñado con especias.
Todos preguntaban “¿Podemos salir a pista ya? Es que van a dar las once y aún no hemos ni arrancado los motores”. El médico, cariacontecido, preguntaba cada dos minutos por radio al piloto de la ambulancia voladora que repetía con voz mecánica “no”. La niebla se acabó abriendo, el piloto dijo por fin “sí”. El batiblanco replicó su respuesta dando la salida a una estampida de coloristas empleados que gritaron al unísono por sus radios “ARRANCAD YA, A PISTA”. Una décima de segundo más tarde el pitlane se convirtió en un infierno para los audímetros y en el paraíso para un enfermo de velocidad, una dolencia para la que no hay cura.
Tras su accidente, Vettel se ha bajado del Nissan por su propio pie (ver capítulo 1 de este artículo) entra con parsimonia en la clínica del asfalto, y le realizan los test básicos obligatorios. El facultativo se presenta y le dice lo que le van a hacer. A los quince minutos, el corredor abandona el pequeño edificio en compañía de tres empleados rojos, todo está bien, y el responsable de la FIA recibirá un documento escrito e impreso en el que se certifica que está apto para volver a pilotar. No lo dicen si les preguntan, pero es fácil concluir que les gusta más tratar con los de los coches; con los de las motos han tenido peores experiencias. Cascos volando, puñetazos y patadas en puertas, y hasta peleas entre mánagers dentro del centro médico, esta es la realidad que se cubre con una blanca sábana sanitaria.
A algún Campeón del Mundo le han tenido que poner firme y casi amenazarle con un “o te calmas o no te tratamos”. Desde entonces y por sus formas, se llevó el apodo de Baloo, como el oso de “El libro de la selva”. Ojo, esto tampoco hace perfectos a los de los coches. Una vez un piloto de la Fórmula 1 llegó tras una castaña y se plantó ante ellos para que ocurriera esto:
—Hola soy la doctora tal, y te voy a realizar la visita de reintegración.
—Pues venga, ya has visto al piloto de Fórmula 1, dame el papel.
Paso atrás de los presentes, cuellos tensos y ojos abiertos en silencio.
—Verá, soy la doctora tal, y necesito hacerte la visita de reintegración, son las normas.
—Pues date prisa que me quiero ir, niña.
—Pues necesito hacerte unas pruebas.
—Bueno, querías ver a un piloto de F1, ya lo has visto, dame eso que me voy.
(Y así unos minutos de incómodo y absurdo tira y afloja, sin resultados ni test médico alguno).
Silencio.
—De acuerdo, hemos acabado. Puedes marcharte. No hay papel.
El delegado de la FIA recibió una llamada para contarle lo acaecido, y quedó claro que el figura no estuvo atinado, producto de la mala leche tras haberse atizado o lo que fuera, pero no eran las formas requeridas. A cambio de su escenita el hombre de Todt le recetó dos multas: una por no pasar la revisión médica, y otra por faltarle el respeto a quien no debía. El corredor en cuestión lleva nueve años en la Fórmula 1, recaudó una pole una vez y nunca ha pisado un pódium. Haz tus cuentas.
"La antítesis es Lewis Hamilton. Amable, correcto, siempre educado"
La antítesis de este fenómeno con aspecto de no haber roto un plato en su vida es Lewis Hamilton. Amable, correcto, siempre educado. En el gepé de España de 2010, y a falta de dos vueltas, una de sus ruedas se cansó de girar y le dejó tirado cuando iba tercero. A la autobronca por palmar un pódium que tenía a tiro de piedra se unió el bramido del respetable en una jornada en que se dejó la educación en casa. Le dijeron de todo, y cosas muy feas, echa tu imaginación a volar; les faltó que le tirasen cosas, y menos mal que esto no ocurrió, pero el hoy pentacampeón tuvo un muy mal día. Muy malo.
En el accidente, las alarmas médicas saltaron, y el británico estaba obligado a pasar por la enfermería a la preceptiva visita de reintegración; sin ella no podría volver a subirse en Mónaco días más tarde. Tardaba mucho cuando lo habitual es que a los diez minutos ya anden por allí. Llegó pasado un rato, algo más de lo usual, acompañado por dos integrantes de su escudería. Iba vestido de calle, con pantalones tejanos oscuros, un polo del equipo, duchado, y perfumado, toda una rareza. Lo habitual es vistiendo aún el mono, sudorosos, y a veces hasta cubiertos de polvo tras el accidente.
— Buenas tardes, señor Hamilton…
—Mejor llámame Lewis. ¿Qué tengo que hacer? Y siento haber tardado un poco, pero consideré apropiado venir ya duchado. —Agradable sorpresa para los presentes.
Acto seguido comienzan las pruebas. Mirada arriba, abajo. Seguir la luz. Velocidad de reacciones, auscultación del pecho… La inspección denota la evidencia: el británico está hecho un mulo. No hay ni un centímetro de su anatomía que esté fofa; su musculatura parece esculpida en granito.
Manos arriba. Prueba de equilibrio, pulsaciones, test neurológico. Todo en orden. El corredor por aquel entonces de McLaren vuelve a pedir disculpas, da las gracias, y al salir por la puerta guiña un ojo, cómplice. Lewis se volvió al hospitality de su equipo. Al irse del circuito, llegando casi a su coche, alguien le avisó de que había una niña vestida… de Lewis Hamilton. El de Stevenage se volvió a pasar unos minutos con su pequeña fan. Esto no lo hacen todos; algunos incluso se esfuerzan y toman molestias en evitarlo. Ojalá la chica que le cuida el perro cuando está en la pista se contagiase de ese humor; como te acerques a tocar a Roscoe puede pegarte una coz dialéctica que puede dejar mudo a un V10 de los de antes.
—¿Cuál es el mejor de todos? —Cuestionas a alguien relacionado con el servicio en busca de una opinión meramente personal.
—Vettel. Ese es el mejor de todos. Los pilotos no quieren mentar la bicha, los accidentes no es que traigan mal fario, es que les tocan muy de cerca. Les dicen cómo está un compañero caído en combate y no quieren saber mucho más normalmente. No es dejadez, no, es otra cosa, cercana al temor. De Vettel se sabe que siempre, siempre pregunta por vías no oficiales por el estado de alguien tras un accidente de cierta gravedad (y explican el mecanismo que usa). Los pilotos son material sensible y esto les suele afectar. No es por superstición, sino porque cuando uno se hace daño, ellos se lo hacen también un poco. A veces tienen manías muy raras y el que esto escribe rememora una historia relativa a John Kocinsky, el piloto de motos ya retirado, que era un raro de alucinar. Sufrió una caída con rotura abierta de muñeca, tenía los huesos fuera, se le veían, pero le tenía miedo a las agujas. Estuvo aguantando al dolor… y a los que le trataron. Querían pincharle un calmante y todo era no, que no y que no; ni suero, ni calmantes, nada de nada. Al final le convencieron para inyectarle morfina para calmarle los dolores. Aún no se explican cómo aguantó aquello.
De vuelta al principio del capítulo 1 de esta miniserie, los habitantes del Mercedes gris, embutidos en sus monos azules de la FIA, esperan pacientes, la llegada de un posible incidente que afortunadamente no acaba de ocurrir. Suena de fondo por la megafonía la copla que compuso Brian Tyler por encargo de Liberty Media.
—¿Os gusta? En cada circuito suena una y otra vez lo mismo. ¿No es pesado? —Preguntas.
—¿La sintonía nueva de las carreras? —Responde el de la derecha con parsimonia y arqueando las cejas. —Cuando la comenzaron a poner nos pareció rara. Suena a película un poco de superhéroes, de esas con tíos en pijama que vuelan, pero ocurrió algo. —El cuestionado se queda un instante en silencio, como buscando las palabras adecuadas dentro de su cabeza. Ralentiza su tono, se agrava y pierde la mirada. —Ocurrió una cosa. Esa música era una música más, pero fue en el sepelio de Charlie Whiting cuando adquirió un valor nuevo. Él era la Fórmula 1 y la Fórmula 1 era un poco él. Cuando sonó la hicimos nuestra.
Y es que los médicos de la Fórmula 1 están rodeados de cosas que se mueven de forma cíclica, saben mucho de ritmo. Corazones, pulmones, motores, ruedas que giran… cosas vivas a fin de cuentas. Sonó aquel ritmo, aquella tonada, en una escena donde despedían a un amigo, y llegó la música e hizo revivir durante unos instantes al que ya no estaba. Y eso es lo que hace este colectivo, añadir más vida en los demás. Agradecimiento eterno a los mecánicos de la existencia.