El paseo de la fama
Era la asamblea de una ONU infantil. Negros, mulatos, dos con los ojos rasgados, uno directamente chino, otro de aspecto nórdico y tan rubio que parecía tener el pelo blanco, e incluso uno que tenía aspecto de ser ‘de aquí’… pero toda diferencia desapareció de golpe cuando llegaba un monoplaza rojo al que todos nombraban por unanimidad de forma acertada.
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Publicado: 02/03/2020 11:30
Un Ferrari es un Ferrari vengas de donde vengas. Tan solo uno parecía estar decepcionado desde su asiento en la grada previa al paso por la zona de El Estadio. Su pregunta a la profesora fue: «señorita, ¿y cuándo sale a pista Marc Márquez?». La seño de aquel colegio de Hospitalet le miró como la madre que mira a un hijo de forma condescendiente y sonrió, sabedora de su error.
Y es que los colegios de los alrededores de Montmeló, y este en particular, son muy afortunados. A través de la Generalitat catalana el circuito emite una serie de invitaciones a centros de estudio del vecindario para que tengan un Encuentro en la Tercera Fase con la Fórmula 1 y las actividades del trazado. «Este es un momento muy especial para los chavales», explica la responsable del grupo. Espigada, con melena revuelta y embozada en un chaleco anaranjado del Decathlon, se explica. «Este es un colegio muy especial, de una diversidad muy compleja. Tenemos críos de una decena de nacionalidades, algunos tienen aún problemas con el idioma, casi todos de extracción social baja, familias monoparentales… Para ellos esto es casi mágico, porque en su entorno y status venir aquí, costando lo que cuesta, es muy complicado». Ya ves, la Fórmula 1 usada de pegamento social, quien lo iba a decir.
Decides abandonar el graderío tras tu primer vistazo a los coches de este año para bajar al paddock y te cruzas con dos de los encargados de los accesos, chicos jóvenes empleados temporales del Circuit que revisan tu pase envueltos en chalecos amarillos. Uno te conoce, te saluda, y descubres un pintoresco tatuaje en el interior de su muñeca derecha. Es el trazado de Nürburgring, y por encima, el dibujo de la H de un cambio de marchas. Le interrogas y la respuesta te pone a pensar. «Mi sueño es ir allí y rodar con un coche por esa pista». Raúl, que es como se llama, tiene claras sus metas y esta solo puede ser la de un loco de los coches. Benditos locos.
«El marido de la Spice Girl picante sonríe, se hace fotos con todo aquel que se le acerca, y atiende a las televisiones sin poner demasiadas pegas»
FOM se ha hecho cargo por primera vez de todos esto de los test de pretemporada y ha puesto sus reglas. La entrada más barata cuesta 23 leandros y puedes estar sentado en algunas de las tribunas del Circuit, si quieres asistir a las tres jornadas necesitarás reunir sesenta monedas de a leuro, por cincuenta y nueve y en un solo día podrás pisar la terraza y darte un garbeo por el pit walk que hay a la hora de la comida, entre una y dos. Las de paddock, a algo más de cien, fueron las primeras en agotarse. Los chicos del colegio no pagaron por ellas pero sí que tienen acceso a la zona noble del circuito durante un corto periodo de tiempo.
Allí se topan con Christian Horner, el masca de Red Bull. Parece relajado y acaba de salir de la Energy Station, el bareto de su equipo. Los austriacos no han llevado a las pruebas sus dos hospitalities, uno por equipo que suelen llevar, sino la Energy Station común del MotoGP, que viene a ser algo más de la mitad de la que llevan a los gepés de F1 europeos. El marido de la Spice Girl picante sonríe, se hace fotos con todo aquel que se le acerca, y atiende a las televisiones sin poner demasiadas pegas. Se cruza con Franz Tost, se saludan con un levantamiento de cejas, y te quedas con un pequeño detalle: Tost se mueve arriba y abajo con una lata de sus energéticos refrescos pegada a la mano de manera casi permanente.
En el pulcro paseo de la fama te cruzas con mecánicos, fotógrafos, VIPs, invitados, tipos que no saben cómo se las han compuesto para estar allí y que cazan a pilotos e ingenieros mediáticos palo-selfie-en-mano para engordar su muro de Facebook con autorretratos. También hay personajes que sostienen chismes raros. Los hay de medida, aunque no sabes qué puñetas están midiendo, sonómetros, micrófonos ambientales del tamaño de una Thermomix, y varios con cámaras Red One, un referente en el mundilllo profesional del cine; hay miles de largometrajes rodados con ellas. Por su juventud dirías que tener pinta de estudiantes de audiovisuales. Alguno de ellos acabará haciendo documentales para la BBC o Netflix, apuesta tu dinero. Sonidos neumáticos, soplidos y el runrún continuó de los generadores solapan el bramido amortiguado de unos motores que aullan al pasar por la recta que hay tras el edificio de boxes.
El hospitality de Renault ha crecido, es más grande, y en lugar de sus dos zonas separadas es ahora una con una escalinata más amplia. La puerta de cristal de doble hoja se abre y cierra de forma mecánica cuando alguien aprieta el botón que hay a su derecha. Es una llave pulsadora cuadrada como la que hay para dar la luz en los pisos modernos. Alguien de dentro le da para salir, oteas su interior, y quincas a Alain Prost y Cyril Abiteboul sentados en una misma mesa que no comparten con nadie más. Un par de cafés sobre ella, un bloc grande para notas en el lado del director de la escudería, y habla casi sin gesticular el tetracampeón. Abiteboul apunta con un boli negro y asiente con la cabeza sin abrir la boca.
Su habitual peinado modelo trinchera parece algo descuidado y delata que tiene el cabello rizado de forma natural; lo normal es verlo como si fuera un legionario de guardia. De la misma manera su barba parece ser de más días de la ya conocida. Su aspecto no es malo, pero es evidente que no tiene comparecencias previstas ante los medios. El resto de la estancia está repleta de más mesas, en las que tipos vestidos de calle que miran a su alrededor con curiosidad. A su lado, pegadas a las patas de las sillas, hay bolsas de tela de color amarillo y asas negras. Los del marketing se las han entregado a modo de recuerdo y dentro hay gafas, gorras, llaveros, pins y material promocional de la formación.
Un poco más allá está el comedero de Ferrari; no es la tradicional carpa pata negra que han traído en otras ocasiones pero tampoco ese palacete encarnado que se les ve en las carreras. Una suerte de terraza estrecha protegida por barandillas cromadas te da la bienvenida, los cuatros escalones de acceso son de madera de teca, y para abrir la puerta de cristal esmerilado hay que darle al consabido botón situado a la derecha. Justo al lado de esa sencilla clave está pegado con celo el horario de comparecencias de sus pilotos, impresas en un DIN A4 donde se pueden ver todos los patrocinadores del equipo. Custodia la entrada Simone, mimetizado de rojo de pies a cabeza. Camisa, pantalones, cazadora, y zapatillas tan encarnadas como el uniforme del diablo. Fuma en un chisme de esos que chupas vapor, y controla en silencio el acceso. Ya le conoces y le preguntas que si este año van a avanzar. La respuesta es la lógica: «Lo necesitamos». Y es que en la Fórmula 1 hay ganas de romper con el monopolio de victorias plateados.
Asoma Marc Gené, el piloto bajo contrato más longevo de la historia de la Scuderia. Saluda, firma unas fotos, reparte abrazos, y te invita a pasar: «Pero no puedo quedarme mucho tiempo, que tengo que ir a recoger a los niños al colegio». Muchos de los que desean estar aquí abandonarían a su familia para estar en el paddock; Marc hace el camino inverso y abandona el paddock para atender a su familia. Prioridades. Antes de irse te deja colocado en el vientre de la ballena roja, y su prístina atmósfera te envuelve en el interior de la casa rodante de dos plantas. Los cerca de doscientos metros cuadrados que ocupa la cantina italiana es presidida por un reloj con el logo de Hublot, patrocinador del equipo, y las omnipresentes pantallas se ve el Sky Sports italiano.
Una amplia escalera de aluminio te lleva a la zona noble de la instalación por la que suben y bajan tipos que en silencio acarrean ordenadores portátiles, manojos de auriculares o bolsas deportivas con misteriosos contenidos. A un lado descansa solitario y ensimismado en sus ideas Gino Rossatto, que se hiciera famoso en España en la etapa encarnada de Fernando Alonso, no en vano era el gordito de barba que le entregaba siempre la bandera española al ovetense cuando ganaba. Gino debe ser un tipo muy listo; el equipo lo fichó de forma inmediata en un hotel canadiense en el que se hospedaron y donde apenas era un camarero raso. Desde entonces es uno de los encargados de la logística y pieza fundamental en la estructura de la formación. Una camarera-azafata nos trae capuchinos a los que echas azúcar desde sobres con el logo del cavallino. Las tazas son de diseño, y si quieres llevarte el café de manera portátil, los vasos de plástico también llevan estampados el jaco negro del Conde Francesco Baracca.
Al salir te topas con Albie y su padre. Vienen desde Londres y es como si hubieran encogido a Ayrton Senna y lo hubiera dejado suelto por el circuito. El chico va perfectamente vestido del tricampeao, con botas ignífugas y el característico mono rojo con publicidad de Marlboro del brasileño cuando corría en McLaren. Albie, de Albert, lleva un casco en el que todos los pilotos firman. El chavea anda preocupado. Lewis (Hamilton) le ha firmado en su casco de Karting justo en la frente y debe haber sido con un rotulador no permanente… ha rozado la firma y se le está borrando una parte. Ahora protege su trofeo con la mano izquierda como el que guarda un tesoro.
Pasas al lado de un grupo de visitantes en silla de ruedas. Vienen desde Figueras y si por una parte te sume en pensamientos solidarios sobre sus circunstancias, te admiras de sus ganas de vivir. Entre dos monitores cogen un neumático de los expuestos ante el montaje de Pirelli y se lo ponen encima de las piernas a uno de ellos. Casi no puede abarcarlo con los brazos, es una goma trasera, y el grosor del neumático lo cubre hasta una cabeza a la que cuesta trabajo asomar por arriba. Sonrisa, foto, risas del resto y a seguir. Va a ver pocos deportes más solidarios que la F1, actividad que por su naturaleza lleva a sus hijos de cabeza al peligro del que no todos escapan.
Si que han escapado, al menos durante unos minutos, los mecánicos y empleados que hay entre camiones. Unos fuman, otros apuran sus cafés, algunos, los más, se mensajean con sus amigos y familiares. Estás lejos de casa y necesitan establecer un cordón umbilical que permita retener el aliento de los tuyos algo más cerca. Novias, mujeres, hijos, madres… La Fórmula 1 es la perfecta fábrica de divorcios. Con índices que superan el 80% en esta asignatura, los whatsapps, emails, y videollamadas alivian el dolor. Porque estar lejos duele.
De golpe una nube de gente comienza a aparecer de… ¿de dónde ha salido tanta gente? Aparece de entre los camiones otra nube, más pequeña y toda de color rojo. Es la troupe que envuelve a los pilotos de Ferrari. Se vislumbra entre la multitud la figura de Charles Leclerc, el hombre de moda, que jamás cambia su rostro, ni siquiera ante esa aglomeración propia de los cantantes de rock en los conciertos. Atraviesa como puede el espacio que separan las instalaciones de su equipo. Algún autógrafo, algún selfie, algún beso, alguna gorra firmada aunque sea de otra escudería. Te has apartado, menos mal, porque esa marabunta no pide perdón al que pisa. Tus extremidades inferiores salen indemnes y te encaminan hacia el fondo del paddock. A los ruidos mecánicos, las voces nasales de las radios de los vigilantes, los soplidos hidráulicos se une una sensación extra: el olor a goma quemada, pero no cualquier goma; es el olor a goma quemada de los Pirelli, que huelen de una forma muy característica, algo más dulzona de lo habitual… pero huelen mucho aquí, más de lo normal.
Encuentras la explicación cuando sabes que las 163 vueltas que ha dado Carlos Sainz con su McLaren ha derretido todos sus neumáticos disponibles. Huele más porque hay más ruedas humeantes que en ningún otro equipo ese día. Convocados a escuchar al madrileño tras la faena entras a la casa-cuartel de los de Woking. A pesar de lo contundente de su arquitectura te das cuenta de que la F1 es como el gas, expansivo. Lo que era monumental y extraordinario hace pocos años ya pasa por normalito, porque el resto de actores se han pillado algo similar o incluso más grande. A pesar de ello no deja de fascinar la limpieza, calidad de acabados, y detalle de lo que no se trata más que de una casa portátil, un mecano. El nivel general sube y este año no hay ni una carpa en los test.
Al acabar la charla con Sainz te piras hacia la sala de prensa y por el camino pasas por delante de los pupas del año pasado. Los de Williams acabaron muy malparados en 2019 pero el respeto que se les tiene en el paddock es innegable. De sus instalaciones emerge un sonriente Nicholas Latifi. En la puerta una chica tocada con la última gorrita de la escudería se alivia sus piernas tras una larga espera sentada en el suelo y abriendo de par en par su chaqueta de cuero. Parece un muestrario de ropa mitad sado, mitad militar. Solo las tachuelas de sus botas de combate podría volver loco al detector de metales más tosco del aeropuerto peor equipado. No se muestra muy entusiasmada por lograr la firma del canadiense y le preguntas. La respuesta son dos palabras: «George Russell». La chica hace guardia a solas en la puerta solo esperando al británico, y parece que ningún otro corredor le vale. Es muy dueña, que cada cual administra sus pasiones como le viene en gana.
El que si ha saltado como una fiera sobre Latifi es un tipo que debe rondar los sesenta pero su espíritu es propio de un quinceañero. Su pinta es… es un poco un lío: gorra de Ferrari, camiseta de McLaren, chaqueta de Red Bull, zapatillas Puma de estilo racing, y lleva un libro con fotos para que el corredor se la firme abierto por donde asoma una imagen de Daniel Ricciardo. Para algunos será un fanático desnortado, y la verdad es que te descoloca un poco su esquizofrénico aspecto, pero en el fondo sientes cierto grado de satisfacción: le gusta todo y tanto, que todos le valen. Es el poliamor a las carreras. Un mecánico barbudo mira de reojo desde enfrente a través del hueco que dejan los camiones. Sonríe y baja su mirada para volver a teléfono que sujeta la figura de la sirenita Ariel de Disney que lleva tatuada en el brazo.
Poco más allá te saluda con desparpajo un reconocible personaje de los que rondan a los pilotos. Te llama por tu nombre, se acerca, da la mano, suelta el conocido ‘quetal’, y se despide. Es una sensación rara porque ese tipejo te tiene bloqueado en Twitter. En el ciberespacio te creas enemigos que cuando te ven parece como casi que se alegran. Es raro.
Antes de abandonar la pista tiras por uno de esos pasos elevados que circundan el paddock. De un solo vistazo oteas una moto BMW RS de los 80, un camión ligero con la trasera abierta, unas carretillas elevadoras, una decena de garrafas de agua, unos contenedores con mallas de transporte por encima, el helicóptero médico y la hamburguesería-bar abierta al público. En un calambrazo mental lo unes todo y te montas dentro de la cabeza una escena de James Bond porque tienes justo los elementos para la escena: «007 se tira al camión desde el puente, saltando previamente sobre los contenedores. Se baja en plena arrancada del vehículo, le persiguen con los toritos que esquiva a la carrera y se estrellan contra el muro de garrafas que tiran el agua chorreando todo. El superagente pilla la moto, sale disparado entre las mesas de la que salen volando bocatas y bebidas, y cuando el helicóptero médico empieza a despegar, Bond salta de la moto y se sube en marcha para cabreo de los pilotos del RACC».
Pero claro, falta una pieza en la escena. En caso de que el protagonista de la agitada escena fuera el autor de este artículo, tras la primera viñeta tendrían que llevarle al hospital del circuito, que también sale en la foto. De sueños también se vive, pero para sueño, el que remata la jornada, toda una lección de vida aportada por un… puede que onceañero.
«La profesora tuvo que volver sobre sus pasos, cogerle de la mano y arrancarle de aquel éxtasis para llevárselo casi a rastras»
El aparcamiento número 3 es el asignado para el Hyundai azul de alquiler del que esto escribe. Pasas la barrera y prometes no volver a los de la seguridad. Te encaminas hacia el coche y ves la escena, la que te conmueve por algo pequeño pero significativo. Pegado al parking está la calle de acceso y a uno de los lados una acera virtual montada con vallas metálicas de quita y pon. La profe del principio lidera la fila india de chavales que admiraban los colores del Ferrari a su paso por curva, y uno de ellos, cargado con una mochila enorme y una gorra azul ralentiza su paso hasta detenerse mientras que el resto del grupo sigue hacia el autobús. Hay algo al otro lado de la calle que ha llamado su atención y se queda quieto, petrificado, mirando. La profesora le echa de menos al llegar al final de la calle y le llama por su nombre. El chico gira su cabeza de forma instintiva, pero con parsimonia la vuelve hacia su blanco.
Y no, no era blanco, era azul eléctrico. Aquel Porsche Carrera 911 Turbo se acababa de convertir en lo único que aquel chiquillo veía, daba igual lo que hubiera alrededor, no existía nada más en el mundo. Para él ni siquiera estaba en marcha, y a sus ojos se encontraba tan detenido como el propio chiquillo. La profesora tuvo que volver sobre sus pasos, cogerle de la mano y arrancarle de aquel éxtasis para llevárselo casi a rastras. A pesar de todo aquel chaval no quitó su mirada del deportivo alemán hasta que se subió al autobús situado unos metros más allá, y lo hizo porque se puso en marcha y se alejó del lugar. El chiquillo no lo sabía aún, ni la profesora, ni nadie, pero en aquel momento y con los Fórmula 1 poniendo la banda sonora acababa de germinar un sueño. No se tienen muchos en la vida y en los circuitos nacen muchos. Elige bien los tuyos.