Capítulo 7The Italian job: El Montana
Alguien dijo una vez que si le das a un piloto un buen coche pueden ocurrir cosas mágicas. Nadie habló nunca de lo que ocurre cuando lo llevas a un lugar en el que le hagas sentirse incluso mejor que en casa porque ya es mágico. El Montana es uno de esos sitios.
20 min. lectura
Publicado: 13/06/2017 12:30
Con el tiempo se ha convertido en la otra casa de los pilotos de Ferrari. Esto se aprecia nada más poner los pies dentro. Sabes que allí va a comer a diario el alma de muchos de ellos a pesar de que ya no estén, o incluso el de otros que aunque sigan vivos anden físicamente por otra parte.
Don Quijote no conocía a los pilotos de la Fórmula 1. Cuando dijo aquello de “las prioridades del hombre son dos: mantenimiento, y ayuntamiento con moza placentera”, no sabía que los corredores son capaces de sustituir lo segundo por disputar carreras en la cúspide de la velocidad mundial pero no pueden liquidar la primera parte de la ecuación. Si Alonso Quijano hubiera pasado a lomos de Rocinante por Maranello, con toda seguridad hubiera dejado su casco de caballero en El Montana, porque de hecho así fue como comenzó todo en 1986.
Aquel año René Arnoux, con el que la vivaracha Rosella congració tras varias visitas al establecimiento que regía, le regaló un casco que orgullosa aposentó en una repisa junto a la que muchos comensales se hacían una foto. Fue el germen, pero aquello aún no era El Montana.
Aquella temporada Rosella era la encargada de un restaurante de la misma ciudad en la que nacían los Ferrari. Seguía la tradición familiar; su madre era la cocinera del comedero no con nombre de estado norteamericano, sino el de Crans Montana, cantón helvétivo de donde rebotaron como emigrantes sus creadores primigenios. El Hotel Ristorante Montana nació en abril del 67, justo una semana antes que el que esto escribe. En los 80 le pasaron la gestión a sus actuales propietarios, que en los 90 se lo quedaron del todo y liquidaron las seis habitaciones que contenía el albergue para acabar siendo ’sólo’ un restaurante. Pero no es un restaurante normal, sino uno muy especial. Mucho.
“Empezamos tarde con esto de las fotos”, dice Rosella. “Traje el casco que me regaló Arnoux y algún pequeño recuerdo más, pero empezamos a acumular recuerdos hace relativamente poco. El primero que dejó aquí su impronta fue Stefan Johansson, que firmó en un mantel. Nos hizo gracia, lo recortamos y lo enmarcamos. Ahí comenzó todo, pero de una manera muy tímida”. Desde entonces no sólo pilotos o personajes reconocibles de Ferrari han pasado por allí sino actores, cantantes o personajes populares.
El mantel firmado por Sylvester Stallone está en las escaleras por las que se baja a las cocinas, Hugh Grant dejó allí su firma, Luc Besson acababa de rodar El Gran Azul cuando estuvo allí y pintó un delfín, John Lasseter, padre de Cars dibujó unos coches, y Gosciny, el padre de Asterix, pintó a su bigotudo amigo galo en un paño. “Antes se fumaba aquí, ya no, y una vez deberías ver cómo quedó esto cuando lo descolgamos todo para limpiar”, ríe Rosella, el eje cartesiano sobre el que pivota todo junto a Maurizio.
Mientras charlamos, Manu, uno de los camareros pasa el plumero a la enorme colección de cascos, alerones, ruedas, tubos de escape, fotos, banderas y recuerdos de todo tipo que adornan El Montana. No hay rincón que no esté cubierto por un detalle relacionado con la F1 o más directamente con Ferrari.
Rosella enciende un cigarrillo para la charla. ¿Qué va a fumar? La respuesta es obvia: Marlboro. Habla mirando a los ojos, con una mirada limpia, dulce, y una suave pero imborrable sonrisa. Rosella emana bondad, te trata como un amigo cercano desde el minuto cero. Ni un mal gesto, ni una mala palabra. Nada que enturbie la conversación. El encuentro con ella es instantáneo.
“Teníamos algunos recuerdos expuesto, cascos, manteles, pero la explosión llegó con Michael” (Rosella lo pronuncia ‘Máicol’) Durante un instante La Mamma pierde la luz en su rostro, su mirada se evade y sus ojos se enrojecen. Si Michael sufre, Rosella también. Se hace el silencio, quieres abrazarla, pero te contienes. Cabeza que se baja, un gesto con la mano como queriendo buscar otra que agarrar pero no está. “¿sabes? El accidente de Michael fue el 29 de diciembre pues dos días antes me envió un mensaje. Me puso 'Ti voglio bene/Te quiero mucho'.
Hay que romper esa situación y cambias de tema “¿Y Fernando? Háblame de Fernando”. Rosella vuelve al Montana tras haberse ido unos segundos a la habitación donde se encuentra el heptacampeón, y la luz retorna a su rostro. “¿Fernando? Es maravilloso. Divertido, amable. Un muy buen chico. Ha estado aquí cinco o seis veces después de haberse marchado de Ferrari. No me gustó cómo acabó aquello. No lo hicieron bien. La culpa fue de las dos partes, a medias. Fue triste para mi”. La mamma es una ferrarista empedernida pero les juzga de forma crítica mostrando un enorme conocimiento. No es una cegata que dice sí a todo.
Sonríe de nuevo y pregunta con energía “¿sabes cómo conocí a Máicol? Te voy a contar. Cuando lo ficharon en 1996 vino en su primer día en Maranello a cenar aquí. Fue el 14 de febrero, lo recuerdo perfectamente. Salí de la cocina y le vi, con cierta curiosidad. No se dio cuenta de que estaba aquí, estaba rodeado de jefes de Ferrari, traductores, y mucha gente. Se marcharon sin más, y al día siguiente tenía su primer test con el F1 en Fiorano, era el día del estreno".
"Por la noche nos quedamos muy sorprendidos cuando volvieron a cenar aquí. Es normal que la gente de la Scuderia vengan pero no tanto que repitan dos días consecutivos. El segundo día de pruebas recibimos una llamada de Ferrari: '¿Pueden traer el desayuno para el señor Schumacher? Quiere café, algo de bollería, etc'”. Rosella cogió un coche y se plantó en la pista con el desayuno que primorosamente extendió sobre una mesa dentro del box.
Volvió al Montana y estaba sonando el teléfono. Maurizio lo cogió y le dijo a Rosella “Tienes que volver a Fiorano, Schumacher quiere fruta, es una de sus exigencias”. Sin apenas parar el motor del coche volvió con una cesta de fruta para el germano. Antes de mediodía volvieron a llamar para pedir que le hicieran de comer “lo mismo de anoche, pide el Señor Schumacher”, se oyó a través del 0536843910. Hicieron la pasta y se la llevaron, pero es que esa noche volvieron a cenar allí, y esta vez Michael Schumacher habló unas palabras con Rosella, en alemán. La cocinera sonrió amablemente sin entender absolutamente nada, y se despidieron.
Al día siguiente el proceso se reinició en la segunda tanda de tests. Schumacher se encontró con un equipo desorganizado y el coche estaba muy lejos de ser perfecto. Su toma de contacto no fue satisfactoria, no estaba cómodo. Cuando Rosella llegó con los termos de café, los croissants ocurrió la magia. Fue algo pequeño, pero que inició una de las relaciones más especiales de la historia del cavallino. Herr Schumacher pidió a Rosella que se quedase, que estuviera por el box mientras él intentaba comprender su flamante coche rojo y los sistemas de trabajo de su nuevo equipo.
Michael se sentía cómodo al lado de ella, sin más relación que la pura simpatía; surgió una química muy especial. Era raro de cojones porque ni ella hablaba alemán ni él italiano, y usaban una traductora para entenderse. Eran dos perfectos desconocidos, aislados, que se entendieron de manera instantánea. Cuando Schumacher se bajaba de un coche que no le gustaba, se iba a ella y con gestos le explicaba cuáles eran los problemas. “Me decía cosas de los frenos, las suspensiones yo no entendía nada del tema técnico, pero le gustaba contarme, en alemán, lo que le sucedía. Aprecié que no estaba contento. Estaba preocupado”. Junto a Rossella, muy alejada de los cánones que se estilan en las mujeres que rodean a los pilotos, se aliviaba, se relajaba. A su lado Schumacher se sentía un poco más feliz. Era amistad. Pura. Auténtica.
“A los pilotos se acerca mucha gente, y con frecuencia lo que quieren es aprovecharse de ellos, lo he visto muchas veces. Aduladores, managers, mujeres”, afirma la italiana, y explica la impresión que le dio alguna esposa que ahora es ex esposa de piloto. Rosella tiene un ojo clínico para calar a las personas nada más verlas. “Detecto a un campeón al instante. Su forma de caminar, de mirar alrededor, de tratar con la gente, el torno de su voz. No sabría decirte, pero los que lo son, o lo van a ser son distintos. Lo son o no lo son. Tienen algo que los define. Cuando un piloto no gana se enfada, pero cuando un campeón no gana, es mucho peor, se enfadan muchísimo más” y pone gestos expresivos con los morros apretados.
En el Montana se respira la Fórmula 1 y sospechas que el alma de Gilles Villeneuve vaga por los alrededores, no en vano dormía justo encima del comedor principal cuando probaba en Fiorano. Lauda era otro habitual del hotelito. Ferrari siempre celebra allí sus títulos, “aahhh, no, todo no te lo puedo contar, pero si recuerdo las fiestas, claro que las recuerdo. Aquí ha habido mucha felicidad. Celebraciones hasta las seis o las siete de la mañana con los pilotos, sus familias, los directivos, mecánicos, ingenieros Un año Rubens Barrichello cogió un Alfa Romeo del equipo y comenzó a hacer trompos ahí delante (y señala el rellano asfaltado que hay en la entrada) La gente que iba al trabajo se paraban a mirar desde la carretera sin entender muy bien qué estaba pasando. Las marcas de las ruedas estuvieron ahí durante mucho tiempo”.
¿Y qué es lo que pide la gente cuando viene al Montana? No hay sorpresas aquí “el 90% de los ferraristas, los fans, los seguidores de las carreras dicen todos lo mismo: ponme el menú de Schumi”. Rosella sonríe en la cocina cuando en las comandas lee “Gramigna y Tortellini Panna”, dos tipos de pasta de la zona y a la que la amiga de El Kaiser da un toque personalizado único. “Máicol siempre pedía esto, le encantaba”, y suspira. “Mira, ven aquí”, y me coge de la mano para mostrarme otra de esas pequeñas cosas que te demuestran que este es un lugar mágico. “El mantel de arriba” indica con la mano, “lo firmó Máicol en 1996 la primera vez que vino. El de debajo está firmado por su hijo Mick, en 2016, justo veinte años después. Se le parece mucho, esa mirada”.
No se sabe muy bien si Michael y Rosella eran hermanos, amigos, o madre e hijo, pero la conexión que hubo entre ambos fue muy especial. A veces ella lo abroncaba cuando hacía algo que no le gustaba, y eran collejas maternales, tiernas, dulces, pero firmes. Michael acudía a cenar y hablaba “in tedesco”, en alemán. Entonces pasaba Rosella, le señalaba con su índice con cara grave y los ojos muy abiertos y le espetaba “in italiano, parla in italiano”. Schumacher sonreía, bajaba la cabeza, y proseguía su charla en la lengua de Dante. Ella fue una de las razones por las que el alemán aceleró el aprendizaje de esta lengua; para poder charlar en su idioma. Siempre le conseguía pases para el Gran Premio de Italia y el de Mónaco, a los que acudía de manera religiosa.
El Montana cierra los domingos, “¿no querrás que me pierda la carrera, no?”, dice Rosella. “Una vez me invitó a probar los biplazas, quería que me subiera con él en Fiorano, pero cuando vi gente que se bajaba vomitando, dije que no, que no”, y ríe. “Hace años, cuando en la pista había más tests, los pilotos venían aquí con el mono puesto a mediodía, comían, y luego seguían. Una vez uno comió tanto, que no pudo coger el coche por la tarde. Se empachó de pasta”.
Brota la risa cómplice al oír el nombre del protagonista. “Cuando Michael se pasó a Mercedes siguió viniendo”, dice y pasamos a la casa familiar, que está justo debajo. Enseña con cierto orgullo gorras firmadas, cascos, fotos, y recuerdos muy cercanos y personales, algunos con la estrella plateada grabados. “Esto en mi casa si, son míos, Máicol me los regaló pero no son de Ferrari y el Montana es la casa de Ferrari, por eso no están arriba pero si están aquí. Están cerca de mi”.
Cuando entras en El Montana se te olvida todo, el tiempo se congela y quieras o no acabas con la boca abierta y no solo para comer. Si Maranello es El Vaticano de la velocidad, el restaurante Montana es sin duda su Capilla Sixtina. No hay nada parecido en todo el mundo; similar puede pero igual no, apuesta tu dinero. Al salir te despides, das las gracias y te marchas por la puerta de atrás no sin antes escuchar un “¿ya te vas? ¿no te quedas a comer?”. Es para comérsela. Bajas la escalera y tropiezas con un juguete, una especie de triciclo rojo propiedad de Arianna, la nieta de Rosella y Maurizio. ¿De qué marca es? Vaya pregunta. Es rojo y tiene ruedas ¿De que marca iba a ser? ¡Pues Ferrari!
Coges el coche, enfilas hacia la carretera y pasas al lado de un graffiti que apareció allí una mañana, pintado en el muro de enfrente: “Mamma, ti amo. Sempre di piú”. Y comprendes dos cosas: no necesitas traducción, y aquello podría haberlo escrito cualquiera. Gilles, Fernando, Michael, Enzo o hasta tú mismo. Por un momento sientes que eres un poco parte de aquello, porque alguien te abrió la puerta de su corazón. El Montana, y su gente. La magia.
Fotos: José Manuel Zapico