Capítulo 1En la Fórmula 2 con Racing Engineering: 'Las estrellas no pueden ver las carreras'
Confiésalo. Hubo un tiempo en el que antes de irte a la cama mirabas debajo de ella. Nunca pasó nada extraordinario… pero es que nunca dormiste en un circuito. Y es que la experiencia de acostarte y que te despierte un seis cilindros atmosférico, te endiña la misma cantidad de cafeína que un trailer de Nexpressos conducido por el mismísimo George Clooney.
19 min. lectura
Publicado: 14/10/2017 12:30
El problema es que a Virutas no le tiró de la cama el bramido del uveseis de un Fórmula 2 sino la alarma de un coche aparcado en el paddock. En mitad de la noche nuestro héroe asomó la napia por una escotilla de la planta superior del autobús de Racing Engineering, echó un vistazo a su desconchado coupé azul, y vio que todo estaba en orden para volverse al catre con el único sonido de fondo de grillos, pero
Todo comenzó un par de semanas antes. Alfonso de Orleans, un personaje cuya biografía daría para hacer una película, dirige los designios del equipo Racing Engineering y llamó al interfecto para invitarle a su tradicional fiesta en el Jardín Botánico de Sanlúcar. “Vente. Vienen varios pilotos, gente de FIA, Jo Ramirez y unos cuantos amigos tuyos”. Por defecto Virutas siempre acude a donde le invitan y nunca va a donde no le esperan, así que tras el sí por guasap la respuesta fue “si quieres, puedes dormir en mi camión, en el circuito”.
¿Como? ¿Acostarte y amanecer EN LA PISTA? Pues claaaaaro que sí, aunque sea aguantando los ronquidos de media docena de mecánicos agotados. Tras casi tres décadas arrastrando el culo por circuitos de media Europa y lo más tarde que me había pirado de una pista era poco más allá de la medianoche, justo antes de la hora en que los BMW se convierten en calabazas. Ahora sería al revés.
El fornido Arnaud, un gabacho de casi metro noventa y más de 130 kilos me dio las llaves de palacio con dos indicaciones: “tira fuerte de la puerta, que se atasca, y no uses los baños, que no nos han dejado conectarlos a la red”. Tras la cena, los olorosos caldos de la tierra, y la animada charla con directores de carrera, ingenieros y amigos, retornas al trazado. Llegas al autobús-hotelrodante que una vez perteneció al equipo de MotoGP de Luis D´Antín e intentas abrir la puerta. No se abre. Usas las dos manos. No se abre. Revisas las llaves. Pruebas empujando la carrocería con los pies y por fin se abre.
Accedes, subiéndote por el asiento del conductor, a una salita de sofás azules y una pequeña televisión a un lado. Parece un barco y se nota que se ha usado muy poco a pesar de la longevidad que expresa la matrícula del vehículo. Decides ducharte antes de dormir y pillas la talega con los trastos de baño para irte a los baños del circuito. Atraviesas en solitario un paddock del que por su aspecto solitario y rayano en lo siniestro parece que vayan a empezar a salir mecánicos zombies de un momento a otro. Focos tipo estadio de fumbol dejan un tono azulón y frío a la atmósfera, las sombras son muy largas, y dejan zonas oscuras tras cada esquina.
Entras al mismo cuarto de baño en que una vez measte al lado de Jacques Villeneuve. Justo veinte años antes el menudo canadiense metió la minga en el sanitario de al lado completamente vestido de carrerista. Jacques siempre gastaba un mono tres tallas más grande que el necesario, y una vez que se calzaba el casco no se lo sacaba hasta que caía el sol. Allí se la sacudió y se piró sin mediar palabra. A la izquierda de “ese marco incomparable” y tras una puerta hay dos duchas. Te cuelas, te despelotas, y comienza el drama bajo el agua. “Arrrfs coñ. coj leeeeeeeches” ¡No hay agua caliente! Así que cuando acabo de quitarme el jabón me cago en Edesa y maldigo el calentador que hay colgado de la pared al final del pasillo.
La puerta del hogar rodante se vuelve a resistir, al final cede, y te cuelas de nuevo atravesando el asiento del chófer. Buscas el interruptor de la luz, no das con el, y a resultas de tu infructuosa búsqueda consigues golpearte con todas las partes del cuerpo imaginables en tu ascenso hacia el dormitorio. Con enorme habilidad te pegas en rodillas, codos, cadera, brazos y cabeza (varias veces) en esa especie de submarino con ruedas. La puerta del dormi apenas mide cuarenta centímetros de ancho por 1,60 de alto y vuelves a darte en la olla, que se te queda peor de la que ya la tenías. Cama amplia, edredón suave, y como consecuencia de la larga jornada caes inconsciente al instante.
A medianoche suena la alarma de un coche a modo de despertador. Compruebas que no es el tuyo, y te vuelves al catre pero notas una presión en tus partes bajas. Las palabras de Arnaud resuenan en tu cabeza “no uses los baños” y barajas la posibilidad de vestirte para ir al WC del circuito. Miras alrededor, y la bombilla se te enciende al ver una botella de agua. Te la llevas a la toilet, apuntas bien, y te marcas un download por cortesía de Cabreiroá. El problema es que la botella es más pequeña que tu vejiga y te deja a medio hacer.
¡Hostias! ¿Qué hacer? Bajas la escalerilla del submarino y vuelves a pegarte con todas las partes de tu cuerpo nuevamente a oscuras pero con una botella en la mano y con la otra sujetando aquello. Empujas con los hombros la puerta rebelde y sales como puedes para cruzar descalzo y en gayumbos el paddock. Apañas, te lavas las manos, y te vuelves al autobús con el temor de que alguien te pille de esa manera. Con el rabillo del ojo ves que uno de la seguridad de las instalaciones te otea desde el otro lado del paddock alucinando de ver a un tío de esa guisa por sus dominios.
Aunque vuelves a conciliar el sueño, se vuelve a ver interrumpido pero no por el coche presuntamente robado, ni la alarma del iPhone, sino un sonido mucho más mundano: el camión de la basura. Los familiares ruidos mecánicos del monoplaza más grande que hay en todo el circuito te saca de la cama justo cuando estabas soñando con Mónica Bellucci, pero estás a quince minutos del cualifáin japonés, así que dejas a Mónica durmiendo para irte en busca de una tele. Como sigues a oscuras, haces la cama de una manera absolutamente ridícula: con una sola mano. Con la otra sujetas el teléfono que te sirve de linterna. El único tripulante del camión de la limpieza, de la misma marca que el coche de Hamilton, me cuenta que apenas huele porque tiene un sistema aislante, y claro, los desperdicios de los contenedores en una pista no es comida sino fondos planos, gomas, piezas rotas y sobre todo desperdicios de embalajes, corcho y plásticos.
Caminas por el paddock y se te pone la misma cara de Tom Hanks en la peli aquella del náufrago. No-hay-nadie. Silencio absoluto. Mientras caminas en busca de un buen 42 pulgadas empiezan a resonar los primeros ecos de la mañana. Llegan los primeros empleados de la pista, los encargados de controlar los accesos, algunos marshalls, los vehículos con los cocineros que prepararán los desayunos de todos. ¿Desayunar? El estómago empiezan a sonar como un dos-litros atmosférico a ralentí y buscas manduca.
¿Has probado alguna vez un té hecho con agua con gas? Pues es asqueroso
Todo está cerrado así que tienes que buscarte la vida. Ostras, milagro una carpa abierta. Es la de un equipo del European Open. Descubres en la penumbra una mesita preparada para desayunar pero no hay nadie. Hay un hervidor de agua, y unas bolsas de té. Genial. Pillas una botella de agua, la viertes y le pegas al botón. Cuando el té está hecho y lo pruebas casi lo escupes. Maldición, has cogido una botella de agua con gas. ¿Has probado alguna vez un té hecho con agua con gas? Pues es asqueroso.
Repites la maniobra pero te aseguras de pillar una botella de agua sin gas. Lo acompañas de un plátano y un puñado de cereales chocolateados. Tiras los desperdicios en una papelera en la que lees “Solo cápsulas de café o plásticos”. Uno es un chorizo pero ecologista, y obedece. A los dos minutos de salir de allí, aun masticando, aparecen los habitantes legítimos de aquella carpa y te haces el tonto con el temor de que se te ponga cara de sospechoso. No ocurre nada y respiras aliviado mientras te piras del escenario de los hechos para no volver el todo el día.
La carpa de Pirelli está muy vigilada, la que más. Cerrada a cal y canto tiene en una esquina una especie de router sobre un trípode al que hay adherido una cámara que apunta a todas las maneras de acceder a sus dominios. Te acercas, curioso, y de golpe empiezan a encenderse luces, parpadean, y algunas son rojas. Ostras, ya has roto algo, y sospechas que un encargado de la seguridad tiene ahora la foto de un tipo despeinado y cara de idiota que lleva una camiseta-souvenir en la que se puede leer “Ribadesella”. Te piras corriendo antes de que aparezca alguien haciendo preguntas.
Empiezan a sonar voces amortiguadas, sus ecos, sonidos de pasos A las siete y media llegan los primeros equipos de mecánicos, son los de Fortec. Atienden a pilotos del EuroFórmula Open y como son los primeros en saltar a pista son los primeros en ponerse a trabajar. Te vas cruzando con los que aterrizan y los saludos que te dedican son más un gruñido que un buenos días como Dios manda. Siguen dormidos aunque vayan caminando hacia sus tareas. El característico sonido de las carretillas elevadoras empieza a delatar el reinicio del fin de semana de carreras, resuenan las primeras radios a tu alrededor que se oyen perfectamente aunque estén lejos, y la charla y algunas risas madrugadoras comienzan a romper el silencio.
En un rellano entre dos camiones te topas, caminando, un extraño akelarre: una docena de tipos reunidos en círculo y vestidos de blanco de arriba a abajo escuchan a un maestro de ceremonias. Parece un grupo de pintores, o de hombres blancos de Colón, pero son los marshalls del circuito. Sin ellos no habría fiesta. Escuchan al responsable sobre horarios, particularidades de las categorías del día, reparto de puestos y algo sobre banderas y órdenes con lo que hubo alguna diferencia de criterios en la jornada anterior. Justo un tercio, cuatro, son mujeres. Cada día pisan más fuerte el asfalto; la paridad está cerca.
Tener tele hoy día en el paddock es como tener un trailer cargado de donettes: te salen amigos por todas partes
La Fórmula 2 dispone de una carpa donde echan de comer a los de la prensa canallesca por la patilla con cargo a las arcas de FIA. No ponen desayunos, pero ya hay actividad en su interior y tienen una tele con Sky Sports sintonizada. Tener tele hoy día en el paddock, partiendo de la base que para tener F1 es necesario estar abonados a un servicio de pago, es como tener un trailer cargado de donettes: te salen amigos por todas partes. Allí nos juntamos todos los náufragos mañaneros. Cocineros, algún mecánico sin tarea, varios chóferes de camión y algún piloto madrugador. Compartes mesa con el que sería Campeón de la GP3 al día siguiente: George Russell. “¿Si ganas, tienes plan para el año que viene?” le preguntas con un donut glaseado en la mano. Sonríe, baja la cabeza, y te dice “bueno, hay planes, pero vamos a ver que ocurre”. Su compañero, Nirei Fukuzumi, sonríe burlón y agita la cabeza como diciendo “que te lo diga, que te lo diga”. Es un japonés muy raro. Habla mucho, sonríe, hace bromas parece latino. Acaba la fiesta, Hamilton se lo lleva calentito en Suzuka, todos vuelven a sus labores, y el animado grupo se desvanece. Cada mochuelo a su olivo.
Los camiones de la Fórmula 2 no tienen nada que envidiar a los de la F1. Cada equipo tiene dos y al menos uno de ellos, a veces dos, son de esos que se despliegan hacia arriba como un Transformer. En más grande es el de Campos, y resulta imponente. En casi todos, los de Prema, Racing Engineering, Campos Dams o Art, ves los logos de Twitter, Facebook e Instagram con sus respectivas ciberconexiones. Un mecánico de Teo Martín lava todo un lateral de su trailer. “¿Esto es así cada día?”, preguntas. La respuesta es que le pegan un fregao porque el agua tiene mucha cal y queda feo al contraste con la luz artificial, se mata el brillo y hay que repasar lo que ya estaba limpio. La Bernienorma de lo impoluto cayó de forma vertical para quedarse. Te das cuenta de que la mayoría de las cabezas tractores son Renault. O son realmente buenos estos camiones, o el comercial de la marca les hizo a todos un ofertón.
El sonido de los grillos empieza a ahogarse con la actividad habitual, la luz se empieza a teñir de color rosáceo, y a las ocho y media llegan los chicos de Racing Engineering. Arnaud pregunta que tal has dormido, y cuando le vas a responder te espeta un “date prisa, vas a estar levantando la rueda trasera derecha en los ensayos del pitstop. Empezamos en diez minutos”. Esa rueda pesa unos diez kilos y empiezas a pensar que no ha sido tan buena idea haberte zampado dos donuts por cortesía de Jean Todt menos mal que Mónica se ha quedado durmiendo en el autobús de Alfonso y no te va a ver si echas la pota del esfuerzo. Vamos al lío.
(Continuará).
Fotos: José Manuel Zapico