El Garage Banville, una carrera al cielo de París
En los años veinte, el automóvil era un medio de transporte extendido entre la población. Francia, de hecho, era el segundo país del mundo con más coches por habitante, sólo superada por Estados Unidos. En el caso de París, eran 200.000 los vehículos registrados en 1926. El Garage Banville iba a dar un servicio novedoso para todos esos propietarios.
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Publicado: 18/04/2023 19:45
Ya hemos dicho en esta columna varias veces lo mucho que el automovilismo mundial le debe a Francia. Podemos citar el Gran Premio de l’ACF de 1906, considerado el primero de la historia, o las 24 Horas de Le Mans, nacidas en 1923 como carrera para someter a coches y pilotos a un duro reto de resistencia. Debemos también citar las carreras celebradas el 9 de septiembre de 1945 en París, las primeras en Europa tras la II Guerra Mundial, o el Gran Premio de Niza de 1946, primera prueba internacional en suelo europeo tras el conflicto bélico y que supuso la semilla para el renacer del automovilismo.
Así pues, no es de extrañar que en los años 20, tras la dureza de la I Guerra Mundial e inmersos en un estilo de vida de desenfreno, liberación y disfrute que fue especialmente sentido en la ciudad de París, en el centro de todo ello estuviera el automóvil. Como símbolo de libertad, de progreso, tecnológicamente ya muy avanzado y en gran medida al alcance de un vasto número de población. El número de fabricantes en el país lo convertía en uno de los más prolíficos en la producción de vehículos, con Delage, y especialmente Bugatti, como referentes del lujo y la calidad.
El Garage Banville
Pero todos esos coches había que aparcarlos. Empezaron a surgir espacios en los que depositar los automóviles, los «garages», aunque también se denominaba así a los concesionarios y servicios de reparación de las marcas. La idea, en todo caso, era la de tener un espacio en el que poder aparcar el coche, cuidarlo y protegerlo. Y en esa misión, el proyecto ideado en 1925 entre varios amigos adinerados, con Christian Dauvergne a la cabeza, fue algo especial: no sólo un edificio con garaje para 600 coches, sino todo un club deportivo y social para los parisinos amantes de las cuatro ruedas.
Dauvergne mismo era piloto, habiendo sido segundo en las 24 Horas de Le Mans inaugurales en 1923, y sería 3º en el Grand Prix d’Antibes de 1928. El grupo de entusiastas recibió un gran espaldarazo con la inversión del empresario Louis Courbaize, importador de Itala. Se vendieron participaciones para obtener fondos, y así se acabó adquiriendo un solar en el 17º «arrondissement» de París, en la confluencia del número 153 de la Rue Courcelles, con la Rue Pierre Demours y la Rue Théodorde de Banville, a la que daba una de las salidas y de la que tomó el nombre el «garage».
El ingeniero de caminos y puertos Henri Terrisse, fue el director general de la obra, con el arquitecto Henri Decaux realizando los planos y la empresa constructora Rateau, de Lille, materializando los dibujos. Se trataba de una construcción excepcional. Se optó por el hormigón armado como elemento principal, con dos sótanos que reposaban en un suelo de roca y arcilla, una planta baja, cinco pisos y una terraza. En total nueve plantas.En los dos sótanos estaban los talleres, aunque los cimientos se habían rebajado lo suficiente para poder ubicar una piscina cubierta, que nunca se realizó. En la planta baja, una elegante recepción y una sala de exhibición de nuevos modelos de marcas como Bugatti, Lancia, Itala o Delage. Luego venían los cinco pisos de garajes.
Según el detallado informe realizado por el ingeniero Terrisse y publicado en «Le Génie Civil» del 7 de mayo de 1927, eran 600 plazas de aparcamiento individual, aunque hay anuncios en periódicos parisinos que refieren mil puestos. En todo caso, cada plaza contaba con todos los elementos para poder limpiar el vehículo, hinchar las ruedas, repostar gasolina, y todo ello con espacio suficiente para la movilidad del propietario. Para ello, la verja delantera de hierro con un sistema patentado de pliegue, cerraba más allá de los muros de la plaza, creando un notable espacio delantero, además de proteger el vehículo ante posibles golpes.
Finalmente, la sexta planta, la terraza, contaba con un pequeño campo de golf al aire libre, varias pistas de tenis cubiertas, un restaurante,y plazas de aparcamiento específicas para los que iban a realizar deporte, contando con servicios de vestuario y baño. Para redondear los servicios, un restaurante con hermosas vistas de París. Todo el edificio contaba con una rampa con un desnivel del diez por ciento, una anchura en los tramos rectos de cinco metros, y de diecisiete metros en las curvas para facilitar los giros de los coches, permitiendo la circulación simultánea de dos automóviles. Contaba además con cuatro ascensores: uno para coches averiados, otro para grandes cargas de herramientas o equipos, uno para choferes y obreros, y uno para clientes.
Era una obra como no se había visto todavía en suelo europeo, con tres mil metros cuadrados en total. Contaba con calefacción, lograda a base de 1500 kilogramos de vapor por hora con calderas de alta presión. El aire comprimido se llevaba a cada garaje, y había cuatro aspiradores de vehículos por planta. La electricidad se tomaba de la red pública. Había servicio de teléfono. El agua se surtía de un pozo que la distribuía a presión a cada planta, como la gasolina. Cada piso tenía lavabos, duchas de agua caliente y baños. En definitiva, el sueño de cualquier enamorado del cuidado de su coche, aparte de un lugar donde socializar con otros entusiastas.
Terrisse fue designado el consejero delegado del edificio, pero el director del mismo era Gaetan Baille. Éste y Dauvergne supieron, una vez finalizada la construcción, que habría que realizar una gran publicidad y un evento espectacular para llamar la atención de la sociedad y de los futuros usuarios. La idea fue tan extravagante como el local mismo: correr una subida por las rampas del edificio hasta la terraza. Dauvergne se puso inmediatamente en contacto con su buen amigo Robert Benoist, que también era piloto. Pero no cualquier piloto. El francés era la estrella de Delage, y tras ser piloto de aviación en la I Guerra Mundial, había logrado varias victorias en automovilismo, con el Gran Premio de l’ACF de 1925 como cumbre hasta entonces. Pero sobre todo iba a resultar imponente en 1927, ganando cuatro de las cinco Grande Épreuves -Francia, España, Italia y Gran Bretaña- y dando a Delage el campeonato del mundo de constructores. También ganaría Le Mans en 1937 con Jean-Pierre Wimille.
Benoist y Dauvergne se pusieron en marcha para contactar con varios de sus compañeros para que participasen en la subida a la terraza del Garage Banville, lo que fue recibido con entusiasmo por muchos de ellos. Gracias a las crónicas en varios periódicos de la época, pero sobre todo en «L’Auto», sabemos que confirmaron su participación pilotos como Charles Montier, Raoul Pegulu marqués de Rovin, Achile Violet, Albert Guyot, Jean Sabipa, el alias de Louis Marie Paul Charavel, que había ganado el GP de Italia de 1926, André Morel que había ganado en San Sebastián en 1925, Albert Divo, auténtica leyenda que había ganado en Francia 1925 con Benoist, o que ganaría la Targa Florio en 1928, Robert Sénéchal, ganador en Gran Bretaña 1926 y los consabidos Christian Dauvergne y Robert Benoist. La flor y nata del automovilismo francés, a los que se unieron también con su presencia otros como René Thomas, ganador de la Indy 500 de 1914, o André Boillot, vencedor en la Targa Florio de 1925.
La subida del Garage Banville
Desde principios de febrero se empezó a anunciar el evento, que tenía como fecha prevista el sábado 26 de ese mismo mes. Los organizadores tomaron una buena decisión al declarar que no se iban a tomar los tiempos de los participantes, no queriendo arriesgar la seguridad de pilotos y espectadores, evitando despertar el ánimo competitivo de los corredores. Además, como medida de seguridad sobre todo en las zonas al aire libre, se dispondrían de barreras hechas con sacos de arena a modo de protección. Y es que uno de los temores era que un accidente provocase la caída desde lo alto del edificio, con consecuencias desastrosas.
El martes 15 de febrero se celebró una sesión de entrenamientos en la que se invitó hábilmente a la prensa. Estaban presentes Robert Benoist con su Delage de seis cilindros -eso dice la prensa, si bien seguramente se tratase del ocho cilindros y litro y medio usado en la temporada 1926, pues no sería hasta los años treinta que fabricaron un seis cilindros de tres litros-, y Robert Sénéchal con uno de sus propios coches. Aparte de probar el recorrido, dieron varios paseos a los periodistas. El corresponsal de «L’Auto» lo describió del siguiente modo:
«Benoist arranca y, con el ruido ensordecedor de sus seis cilindros, salta literalmente de piso en piso, girando al ras de los postes de cemento reforzado que sostienen el edificio. Vuelve a bajar a toda velocidad y me sube a bordo. La impresión es realmente formidable y el manejo de su auto es extremo, me asombra su virtuosismo de campeón. Lo más impresionante, en mi opinión, al subir este edificio de cinco [sic, nueve] pisos, es la rápida llegada a la azotea, donde a lo largo del espacio Benoist gira en el lugar para retomar la pendiente cuesta abajo. Es ahora el turno de Sénéchal. Su auto, más corto que el de Benoist, le permite incesantes acrobacias y toma las curvas sin nunca cortar, siempre rodando en primera y enderezando su auto con el acelerador. Causó una gran impresión y logró varias piruetas clásicas que desataron los aplausos de los deportistas presentes. En su segunda subida, Sénéchal me lleva a su vez y todavía me pregunto cómo es posible que un hombre maneje un coche a toda velocidad como él y en condiciones tan difíciles. La subida consistió en ver una serie de tabiques perpendiculares frente a nosotros, seguidos en una fracción de segundo por un pasillo luminoso: paredes, curvas y rectas bailaban en una frenética sarabanda, luego, de repente, todo volvía a su estado original: Sénéchal se había detenido».
Sin duda, debía de ser excitante lanzarse a toda velocidad por la rampa, rodeados de muros, con los motores retumbando en las paredes y en semioscuridad, girando sin cesar camino de la terraza con las vistas de París esperando. El miércoles 23 y el viernes 25 de febrero hubo otra ronda de entrenamientos, de 12:30 a 13:30 horas, para todos los participantes. Y acudieron más, pues además de Benoist y Sénéchal, Divo, Morel, Sabipa, Violet, Dauvergne, Montier, Guyot y de Rovin probaron la inusitada pista de carreras. Se confirmó también que la salida, en el sótano, sería dada por el afamado piloto de aviación Georges Pelletier d'Oisy, que aparte de su participación en la I Guerra Mundial, había intentado en 1924 una circunnavegar el planeta. Por su parte, el banderazo de meta lo daría otro famoso aviador, Joseph Sadi-Lecointe, que había obtenido numerosos récords de velocidad y de altura.
Finalmente, el sábado 26 de febrero, todo estaba listo para el gran evento de inauguración, que comenzaría a las 14:30 horas. Ya a mediodía, las casi 5.000 personas que acudieron se presentaron en el edificio. Las colas de acceso tuvieron que ser redirigidas por un servicio especial de la policía, mientras que, a la entrada al edificio, los varios recepcionistas iban guiando a los invitados según dónde preferían acudir: la salida en el sótano, los ascensores para subir a la terraza o las escaleras. La sociedad parisina no quiso faltar al evento, pero tampoco la del automovilismo. Entre las varias personalidades presentes, estaban Henry Paté, vicepresidente de la Cámara de Diputados o el conde Robert de Vogüé, presidente del A.C.F. desde 1922. Mientras tanto, en la terraza, una banda de jazz amenizaba la espera con bailes que seguirían después de la carrera.
A las 14:45, Dauvergne subió para comprobar que todo el mundo estaba en su sitio. Tras él, Sénéchal actuó como «coche cero», cerrando el trazado. Todo ello era anunciado por la estentórea y reconocida voz de Georges Berretrot, locutor de boxeo, a través de los altavoces Gaumont instalados expresamente para la ocasión. Comenzaron entonces las subidas, con el piloto de motos Richard haciendo una exhibición con su Peugeot, con la que tenía muchos éxitos. Llegó la hora de los coches, y por este orden, subieron: Montier (Montier-special), de Rovin, (en su curioso «monocar» 350cc.), Violet (Sima-Violet), Guyot (Guyot-Special), y Sabipa (Bugatti).
Luego vendría un espectáculo muy anunciado y esperado, que consistía en una subida en paralelo por parte de Morel y de Divo, ambos con Amilcar, disputando un simulado duelo que obtuvo un gran entusiasmo entre el público, demostrando además la notable anchura de la rampa, que permitía rodar a dos coches en paralelo. Ambos llevaban a un pasajero, que en el caso de Divo era René Thomas. Tras ello, le tocó el turno a Dauvergne (Bugatti), Sénéchal (Sénéchal) y finalmente Robert Benoist con el Delage de Gran Premio que hizo las delicias de todo el público, y según las imágenes, parece que subió con alguien en el coche. A finales de año, por cierto, Benoist sería comercial del «garage» tras la retirada de Delage de las carreras.
La demostración no acabó ahí. Tras ellos, hizo acto de presencia en las rampas el ganador del Rally de Montecarlo de 1927, el Amilcar 1.100 que había pilotado Marcel Lefebvre-Despeaux, que subió bastante rápido, decorado de forma que imitaba la nieve que se había encontrado en la carrera. Tras él, y de forma cómica entre bocinazos, apareció el famoso coche anfibio de Peugeot, diseñado por Lucien Rosengart y presentado en octubre de 1926. Con André Boillot al volante, disfrazado de patrón de barco, iba acompañado de varios ocupantes. Las exhibiciones acabaron con un Panhard-Levassor de 1902, que demostró que los coches de dos décadas antes también podían usar el garage, y finalmente André Lagache, nada menos que el ganador de las primeras 24 horas de Le Mans con Chenard-WaIcker, subió cómicamente al volante de un tractor Far, remolcando una plataforma repleta de viajeros.
Con todos en la terraza, comenzó la celebración más elegante tras las emociones de la velocidad, con una cena servida en el restaurante. Henri Terrisse, como consejero delegado, dio un discurso, seguido por otro de Dauvergne, verdadero impulsor de todo el evento. Mientras tanto, la esposa de Sadi-Lecointe entregaba coronas de flores a todos los pilotos participantes, agradeciendo su exhibición. Al fondo, la Torre Eiffel y el Arco del Triunfo, que habían sido testigos de la insólita prueba. Tras el evento, el «garage» tuvo un gran éxito comercial. Durante la II Guerra Mundial y con la llegada de los Aliados, se le dio otro uso, pero en 1946 recuperó su función original hasta mediados de los años ochenta, cuando se vendió. Reformado exterior e interiormente, hoy es un bloque de oficinas. Permanece la estructura, y el nombre de Le Banville, testigos últimos de que un día hubo coches corriendo en su interior hacia el cielo de París.