La Mille Miglia de 1948, la última genialidad de Tazio Nuvolari

La mirada se posaba únicamente en la carretera, a veces amplia, otras estrecha y retorcida como la vida misma. Por ella había ido dejando partes de un coche que aullaba bajo sus pies, pero también se iban quedando atrás los recuerdos.

La Mille Miglia de 1948, la última genialidad de Tazio Nuvolari
Tazio Nuvolari pasa ante el fervor de los aficionados

18 min. lectura

Publicado: 16/11/2021 18:30

Era un 2 de mayo de 1948 y, sencillamente, no debería haber estado ahí, a los mandos de ese volante que aferraba con la ansiedad de quien necesita ese instrumento circular para sentirse vivo. Más que vivo: con un sentido lógico para seguir en pie frente a una vida que se estaba desmoronando como ese coche que retorcía y asfixiaba por las carreteras italianas. ¿En busca de qué? ¿Para qué? Para respirar de nuevo.

Su compañero de viaje lo miraba con el rostro entre asombrado, aterrado y orgulloso. Los zarandeos del coche, las frenadas tardías, la indiferencia imperturbable del piloto, no le permitían más que admirar un inmarcesible despliegue de brillantez automovilística como nunca había sido testigo. Aquello ya no era una carrera, sino una demostración de vida: aferrarse a ella siempre, a cada instante, y exprimirla como si fuera a terminarse un segundo después. Ese segundo en el que llegaba una nueva curva.

Tazio Nuvolari y Sergio Scapinelli
Tazio Nuvolari y Sergio Scapinelli a bordo del Ferrari 166SC

En realidad, todo empezó por una mujer. Su nombre era Barbara Hutton, y sólo su belleza estaba a la par de su inmensa fortuna como hija en una familia de empresarios y emprendedores de éxito en los Estados Unidos. Sin embargo, la llamaban la ‘pobre pequeña niña rica’ por su azarosa y desgraciada vida sentimental. En ella se cruzó el aristócrata francés de ascendencia rusa Igor Troubetzkoy, de su misma edad, elegante y educado. Pero también un vividor. Desde su matrimonio en 1947, Barbara se dedicó a satisfacer los caprichos de su esposo, entre ellos las carreras de coches, y especialmente por los novedosos productos de la marca Ferrari.

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Troubetzkoy llegó a fundar su propia escudería, la Scuderia Inter, que gozaba de tres modelos, siendo, sino el primero, uno de los primeros clientes de la marca. Igor, que era ciclista, esquiador y ahora también piloto, quería correr la legendaria Mille Miglia de 1948 tras haber ganado en abril otra prueba mítica: la Targa Florio. Pero Barbara dijo basta y llamó a su marido a filas a su residencia en Ginebra. Así, en las dependencias de Ferrari había un modelo, el 166 Spyder Corsa, chasis 006I, que estaba sin piloto pero listo para correr en la próxima Mille Miglia del 2 de mayo, en la que Ferrari desembarcaría con dos coches inscritos por la propia marca, dos más para privados y este quinto coche privado que de pronto quedaba en el limbo.

Mientras tanto, en el apacible lago de Garda, un hombre que había domado las más potentes máquinas antes de la Segunda Guerra Mundial, reposa y deja descansar sus enfermos pulmones. Su mujer, Carolina, le ha obligado a cuidarse. Once años antes había perdido a su primer hijo. Apenas un año antes, al segundo. Era un hombre sólo, sin un motivo para vivir salvo el amor paciente e incondicional de Carolia, que sólo quería también poder descansar por fin al lado de un marido que se había dedicado a arriesgar la vida por todo el planeta. Pero esa vida sin riesgo le aburre, le hace pensar en todo lo perdido y en el dolor que le oprime el pecho física y emocionalmente. Ha perdido mucho en mitad de todas sus victorias. Se llama Tazio Giorgio Nuvolari.

Enzo Ferrari y Tazio Nuvolari
Enzo Ferrari y Tazio Nuvolari hablan en la Piazza della Vittoria de Brescia

Seguramente las conversaciones habían surgido de inmediato en cuanto ese Ferrari se quedó libre, pero el romance quiere que fuese un acto impulsivo. Porque el 1 de mayo, en la Piazza della Vittoria de Brescia, y pese a que Carolina se oponía a que dejase Garda y su apacible reposo, un hombre canoso, entrando en la ancianidad para los tiempos con sus 55 años, 5 meses y 14 días, enfundado elegantemente en un traje, se paseaba saludando y siendo saludado. Ver y ser visto, y entrar en contacto de nuevo -en realidad lleva los dos años anteriores corriendo- con el fabuloso ambiente automovilístico. Nuvolari se convierte en el centro de todas las miradas, y ello incluye la de su antiguo jefe en los Grandes Premios, en la época gloriosa. Enzo Anselmo Ferrari y Tazio Giorgio Nuvolari se acaban encontrando en mitad del bullicio. Ya en 1947 había pilotado los Ferrari. Pero ahora hablan. Quizás Enzo pregunta por la vida, por la enfermedad, por la energía. Quizás Tazio sólo sonríe, un punto fatalista, pero pregunta por el coche, que no ha probado ni conoce.

Enzo entonces le contesta rotundo: «¡Destrózala!, no te preocupes, no tengas miedo, que nadie podrá superarte, ni siquiera el Diablo», una broma a la que seguro que Tazio sonríe con cierta picardía. Se miran a los ojos. Ambos se han querido, se han respetado, se han enfrentado y separado, y ahí están de nuevo, en mitad de la plaza repleta de gente como si estuvieran solos. El pacto está hecho. El brillo en los ojos de Nuvolari vuelve a ser intenso. Sergio Scapinelli será su copiloto, un hombre de la casa Ferrari. Su número será el 1049. La hora de salida, las 4 horas y 30 minutos de la mañana.

Italia despierta el 2 de mayo de 1948 con la ilusión de ver a Nuvolari al volante. El año pasado había sido segundo. ¿Ganaría este año? La Mille Miglia -Brescia, Roma y volver a Brescia- es siempre una incógnita. Los Alfa Romeo y los Maserati son rápidos y fiables. Sí, los Ferrari son buenos coches, pero aún precoces. Y Tazio es un grande, pero frente a los jóvenes que le acechan como nuevos lobos de la manada, parece aún más mayor. Sin embargo, Nuvolari no se preocupa de fábulas de lobos, de hombres ni de motores mientras se ajusta los guantes en la salida, se coloca las gafas y mira a su copiloto, como diciendo: «¿Listo?» Y sonríe. El motor V12 de dos litros ronronea y una ligera lluvia se posa brillante en el intenso rojo del coche. Sonríe. Y el pie derecho presionó un pedal que abrió el teatro de los grandes días.

Tazio Nuvolari en la Mille Miglia
Nuvolari, a punto de comenzar la Mille Miglia

Al principio, se trata de conocer el coche, sentir sus reacciones, aunque en eso Tazio es rápido. Tiene un tacto privilegiado. El 166SC ya está por la mano, pero el trazado es amplio y bastante recto, lo que favorece a los coches más potentes: los Maserati y los Alfa Romeo. Y así, Alberto Ascari, al que Italia también empieza ya a mimar, toma el liderato de la carrera con el Maserati A6GCS al llegar a los primeros puntos de control. Allí, en Padua, los aficionados están ávidos por organizar a los corredores: Franco Cortese es segundo con un Ferrari 166S Spider, y tras él Nuvolari, que pelea con el Alfa Romeo 6C 2500 de Sanesi. Se acercan los Apeninos y Tazio se relame: ha sentido la maniobrabilidad del coche y la velocidad absoluta ya no lo es todo. Que empiece el juego.

El Passo del Furlo es sólo la liberación del animal competitivo de dimensiones colosales que se esconde en el enjuto cuerpo de ese ajado piloto de Mantua. Nuvolari ya es el líder sólido de la Mille Miglia. Pero han empezado los problemas. El guardabarros de la rueda delantera izquierda se ha desprendido. Scapinelli pide parar para arrancarlo. Tazio responde sin levantar el pie: «no te preocupes que se desprende sólo». Y así, empieza a diseminar por Italia las partes de su coche. Y con ello, empieza a inflamar a un país herido todavía por las consecuencias de la guerra, ávido de una alegría. Esta viene del pasado, de los grandes días de gloria casi mitológica. Viene con Tazio en un día de mimbres legendarios que lanza a los italianos de nuevo a las cunetas y las aceras.

Nuvolari es ahora una presa para los jóvenes lobos que le persiguen. No se inmuta. Atraviesa las montañas italianas como un poseso. Quizás en este momento de resurrección de su inmenso arte, vienen a la memoria los grandes días. Aquella Mille Miglia apagando los faros para ganar, la estrepitosa humillación a los alemanes en Nürburgring en 1935, el campeonato de Europa, las luchas con los Varzi, Rosemeyer, Caracciola. Una tos fuerte y dolorosa le interrumpe la ensoñación del pasado y le devuelve a un presente feroz y vertiginoso. Allí abajo se vislumbra ya Roma, tan imperial en otros tiempos como lo fue él. Y se lanza a por ella, llegando con una ventaja de 12 minutos. Su endiablado ritmo -resuenan en su mente las palabras de Enzo de que ni el Diablo podría pasarlo- ha hecho caer a sus rivales por el camino. Tras él está ahora el Ferrari 166C Coupé inscrito oficialmente y pilotado por Clemente Biondetti.

El Ferrari 166SC de Tazio Nuvolari
El Ferrari 166SC castigado por el ritmo de Nuvolari

Roma y su pavimento se quedan atrás. La carretera serpentea, el coche baila en las manos de Tazio. En los altavoces de sonido ferruginoso se expande la voz de un locutor de radio que narra a Italia entera cómo se está produciendo el nacimiento de un mito: «Interrumpimos las transmisiones para seguir en directo el desarrollo de la XV Mille Miglia. ¡Atención! En el control de Roma, en cabeza de carrera, ha pasado Tazio Nuvolari». Las calles arden de fervor a su paso. El cansancio está en el cuerpo del piloto, pero no lo muestra. Su manojo de nervios bien templados en cada uno de sus estéticos derrapes a cuatro ruedas.

Pero el capó del Ferrari se levanta de improviso. Scapinelli lo ve y casi colapsa de miedo. Porque Nuvolari no ha levantado el pie. Lo mira de reojo, y Tazio advierte que lo vigila. «Párese que lo arreglo», alza la voz su copiloto por encima del aullido de un motor que no ralentiza. No para. Una mano fuera del volante y unos golpes secos: Nuvolari arranca así el capó motor, que vuela hasta aposentarse a un lado de la carretera, donde alguien lo recuperará, y que hoy vemos en el museo del piloto. Es otra semilla esparcida por Italia. «Así es mejor, porque el motor se refrigerará más rápido ahora», responde sin apartar los ojos de la carretera Nuvolari.

La ventaja es ya humillante para el resto. Llegando a Florencia, sin embargo, el Ferrari sigue sin soportar la dureza de trato de su piloto: los anclajes del asiento se rompen, y hay que encontrar una solución. Peor aún, poco después, en una parada de repostaje, Scapinelli detecta que la suspensión trasera está cediendo. No hay tiempo para repararla, pero tampoco para detenerse. Y aplasta el acelerador.

Tazio Nuvolari
Tazio Nuvolari y Scapinelli llegan a un punto de control

Es una carretera hermosa, que pasa rápido. Los ojos posados en ella, con la mirada puesta en la lejanía. La de la meta, pero no de la carrera, sino de una vida que empieza a anunciar sus últimas escenas. Mientras haya un volante, mientras el aire que le falta en sus pulmones le acribille el rostro velozmente, mientras las ruedas giren y los motores canten como las sirenas mitológicas, habrá vida. Y habrá victorias. Las de cada día.

Scapinelli asiste absorto al acto de amor más puro que el mejor piloto del mundo está perpetrando ante sus ojos: esto ya no es una carrera. Esto es un derroche de energía sin parangón. Esto, ante sus ojos, es la muestra de una grandeza insondable. Esto es una despedida que Tazio quiere retrasar hasta el último momento, mientras aferra el cambio y hace subir las revoluciones. Módena aparece a lo lejos. Y allí está Enzo Ferrari, que le pide parar: el coche está terminado, y el piloto, aunque no lo dice, también. Basta, Tazio. Pero Tazio le mira a los ojos y con ellos le dice todo: no puedo parar ya. No voy a parar jamás.

El Ferrari renquea, pero sigue adelante. No llegará mucho más lejos. En Villa Ospizio, un perno de la suspensión dice basta y acaba con el sueño, no de forma dramática en un accidente peligroso, sino de forma controlada. De pronto, todo el cansancio que la adrenalina y las ganas de vivir no hacían aflorar, cae a plomo sobre el cuerpo de Nuvolari, que es sacado del coche y llevado a la cama del hogar del párroco. Son las 16 horas del 2 de mayo de 1948. Sergio Scapinelli llama a Enzo Ferrari: se ha acabado la carrera. La noticia llega también a la prensa y acaba golpeando a Italia entera.

Tazio Nuvolari
Nuvolari se prepara para la salida

Tazio Nuvolari duerme. Quizás sueña con las victorias del porvenir, con las pasadas. Sueña con sus hijos desaparecidos tan pronto. Sigue corriendo por los recodos de la imaginación, mientras en Brescia, Clemente Biondetti da a Ferrari su primera Mille Miglia. Pero Italia está muda. Llora. «Perdón por haber ganado», es todo lo que se atreverá a decir Biondetti. Porque nadie era digno de vencer aquél día a Tazio Nuvolari. Porque nadie, salvo la fragilidad de una máquina creada por el hombre, podía derrocar a un piloto en la cumbre de su arte.

Cuando despertó un par de horas después, Enzo Ferrari estaba sentado en la cama, a su lado. Seguramente se miraron, pero ni siquiera Ferrari podía mostrar la alegría de una victoria. «Ánimo, Tazio, será el año que viene», es todo lo que se atrevió a musitar el dueño de los coches. Tazio seguramente sonrió con ironía, aún agotado, pero consciente de la realidad. «Ferrari, días como estos, a nuestra edad, no vuelven muchos; recuerda esto y trata de disfrutarlos al máximo, si puedes».

Ambos callaron. Estaban asistiendo al momento exacto del ocaso de los dioses.

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