Escrito en la sangre

Todo adquirió sentido de golpe. De golpe. Porque tras aquella confidencia, oculta tras esas capas de polvo invisible que cubren historias dentro de nuestras cabezas, suelen aparecer explicaciones a cosas que pasan en nuestras vidas y no sabemos por qué.

13 min. lectura

Publicado: 16/03/2018 10:30

Para Alfonso de Orleans-Borbón y Ferrara-Pignatelli era lo normal. Que su madre condujera un BMW 3.0 Bavaria con una potencia exuberante para la época por las angostas carreteras de Tenerife cuando apenas tenía diez años era lo normal. Que en ausencia de autovías tirase del freno de mano en las curvas más cerradas era lo normal. Que su progenitora redujera abruptamente el acelerado ritmo tras ver por el retrovisor a sus dos hijos sentados en el asiento trasero con los ojos muy abiertos era lo normal. Por eso cuando a Alfonso, expiloto de Le Mans, del Dakar y fundador de la escudería Racing Engineering le dijeron que “es que tu madre fue piloto de rallyes”. Automáticamente pensó: “claro, es normal” y lo entendió todo, el círculo se cerró. Y es que a veces pequeños secretos de familia dan explicación a gestos, miradas y jugadas incoherentes… hasta que acaban siendo coherentes con una realidad paralela y desconocida.

Esta pequeña historia lleva a pensar que fue la genética lo que empujó a Alfonso a seguir la senda que trazó su madre. En una de las jugadas más exóticas de la historia del automovilismo, saltó prácticamente de correr con un Kart a disputar las 24 Horas de Le Mans, así, sin anestesia. Orleans encontró el patrocinio de Repsol para participar en la mítica prueba no sin antes protagonizar un hecho cuanto menos pintoresco. Dos días antes de su boda recibió una llamada desde Maranello:

—Alfonso, tienes que estar aquí pasado mañana, tienes que rodar con tu coche.—Escuchó en italiano.

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—Es que pasado mañana me caso, es el día de mi boda-, exclamó el tinerfeño sin saber muy bien cómo reaccionar.

—Bueno, pues o estás aquí esa tarde o no corres, tú decides. —Sonó tajante.

Dos días después se estaba casando, saludó a los invitados en un convite en Versalles, y los dejó allí a todos con la novia. A las cuatro y media de la tarde cogía un avión para poder rodar en Fiorano, y su menú, el del día de su boda, fue un plato combinado de esos que llevan un filete empanado, un huevo duro y algo de ensalada. Brindó alzando una lata de refresco en la más absoluta de las soledades aeroportuarias.

El Ferrari con el que Alfonso de Orleans debutó en las 24 Horas de Le Mans.

Dos meses más tarde se plantó en Le Sarthe para encaramarse en aquel reluciente Ferrari 348 pintado con colores de guerra. Fue al final de la recta, cuando aún no había girado ni siquiera una vez el volante, le pasó un LMP1 a tal velocidad y metiendo tanto ruido, que fue consciente de sus posibilidades. Acabó la vuelta y cuando estaba a punto de decirles a los de su equipo que se volvía a casa, su amigo Keith Webb, conocido por haber diseñado el look del Harrods McLaren, le convenció para quedarse. “Haz una cosa: da al menos cinco vueltas y no quedes mal con los patrocinadores”. En lugar de un abandono instantáneo el destino quiso que en su estreno en la carrera más dura del mundo no sólo acabase la prueba sino que lo hiciera como un astronauta: pesando menos. Uno de los tres pilotos, Andrés Vilariño, enfermó horas antes de la carrera, no pudo participar, y entre Alfonso y Tomás Saldaña tuvieron que disputar los stints atribuidos a los tres. El novato corrió más de diez horas y perdió ocho kilos.

Alfonso nació noble pero esto no siempre equivale a ser rico. Antes de fallecer su madre, decidió montar su equipo de carreras desde cero, sin apenas fondos. Si “El Príncipe”, como le llaman en los circuitos, tenía la sangre azul y no roja era por manchársela de grasa. Hizo de mecánico, team manager o conducía los camiones en los que dormía cuando no lo hacía directamente en los boxes. Incluso en muchas ocasiones acudía a comer a boxes de otros equipos. Cuando le invitaban a comer nunca decía que no; lo que no decía era porqué. De poco o nada le sirvió el título de Duque de Galliera con que Napoleón premió a sus antepasados.

Si en su historia familiar estuvo presente el emperador francés, en su futuro llegó Alonso, pero no el bicampeón asturiano, sino su hijo. Separado de su madre, el tiempo compartido entre ambos era muy especial para los dos. En buena lógica, cosas del ADN, la serpiente de la velocidad mordió en la pierna al heredero. Tanto fue así que el progenitor tuvo que ir a ver a Bernie Ecclestone y solicitar un permiso especial para que un menor de edad pudiera trabajar en su patio trasero. Alonso acompañaba a Alfonso para poder pasar más tiempo juntos. De esta manera el chico, con 15 años, se convirtió en el mecánico más joven de toda la Fórmula 1 (la GP2, actual F2, acompaña a la F1).

Desmontaba cajas de cambios, transportaba neumáticos y obtuvo un pase especial con el que podía deambular libremente por el paddock y trabajar en boxes siempre que no traspasase la línea que delimitaba los garajes del pitlane; el seguro no cubre a menores de 16 años. Alonso abría los ojos y miraba con envidia a sus compañeros en los pitstops. Soñaba con ayudarles en aquellas fulgurantes paradas y cuando estaba en clase de lunes a viernes imaginaba como la escudería estaba en la base de Sanlúcar ensayando una y otra vez la maniobra. El día que cumplió los 16 fue muy especial: ya podía cruzar aquella frontera invisible que le impedía pisar un territorio vedado; su primera visita a la parrilla fue una jornada muy esperada.

Años antes de que ocurriera esto una de las actividades que compartían eran los videojuegos. Tomb Raider o World Rally Car eran los títulos favoritos con los que pasaban horas juntos, y disfrutaban el uno del otro. Una cosa es que uno de ellos haga algo y el otro mire, y otra muy distinta es compartir algo a medias. De esa vivencia sencilla pero conjunta emergió un drama ajeno. Una tarde Alfonso fue a recoger a su chiquillo al colegio.

Alonso, con apenas diez años, salió de clase azorado y con cara de preocupación. Estaba tenso, algo le estaba comiendo por dentro. “¿Te ocurre algo?”, preguntó el padre. El chico se mostraba con la mirada de agobio, ponía caras raras, y su inquietud era patente. Tras mucho pensárselo y unos instantes de silencio, preguntó con voz temerosa: “papá, ¿vamos a pasar el fin de semana juntos… y vamos jugar a los videojuegos, verdad?”. La respuesta fue afirmativa aunque seguida de una interrogación, “¿y por qué me preguntas eso? Siempre lo hacemos”. El problema de hacer preguntas es que con frecuencia te topas con la verdad. El descendiente quedó en shock ante un doloroso descubrimiento: los padres de sus compañeros de clase no jugaban con ellos a los videojuegos. No jugaban con ellos a nada, ocupados en sus quehaceres, y temía que algún día le ocurriese lo mismo. “No te preocupes, haremos muchas cosas juntos”, fue la respuesta que el chico oyó, y alejó el desasosegante temor de su cabeza. Una tenue sonrisa de tranquilidad apareció en su rostro.

“Una de esas cosas juntos” fue disputar un campeonato regional de karting; de poca entidad, pero muy animado. Andalucía es tierra de acogida, y el pequeño Alonso disputó el título a niños de edades dispares. Corrían españoles, ingleses, finlandeses, algún polaco y algún que otro ruso. No le gustaba perder y se envenenaba cuando el resto le ganaban. Alfonso se hizo socio de un norteamericano que montó una pista de Kart a espaldas del Carrefour de Puerto de Santamaría. Gracias al acuerdo, Alonso podía rodar de forma casi ilimitada, y los dos compartieron horas de asfalto. Hay pocas actividades que unan tanto a un padre con su hijo como esta en la que se comparten responsabilidades. En otros deportes el padre ejerce de animador, de taxista, o en el mejor de los casos da consejero. En el Karting, que el coche corra más o menos, sus ajustes, mejoras, dependen del padre-patrocinador-mecánico y esto es otra cosa; se crea una igualdad de términos, un cierto equilibrio, una interdependencia.

Alonso se mostraba rapidísimo, tanto que acabó ganando aquel campeonato, una alegría compartida, una vivencia conjunta. Al día siguiente, en casa, estuvieron charlando de lo bien que les había ido y comenzaron a hacer planes de futuro. El padre, henchido de orgullo, empezó a idear las líneas invisibles con los siguientes pasos, el siguiente escalón en una hipotética carrera deportiva propia de un Alain Prost, un Ayrton Senna, o quien sabe, el otro Alonso español. El chico ladeó la cabeza, sonrió suavemente y expuso con palabras tímidas, como el niño que confiesa una trastada, que se retiraba de esto de las carreras, que no quería correr más, que su carrera deportiva acababa con este pequeño entorchado. El reciente campeón había decidido que colgaba el casco y aún no era ni adolescente. Alfonso, sorprendido preguntó el porqué de esa determinación. La respuesta, tras la que llegó el silencio, no pudo ser más contundente: “porque yo lo que quería era estar contigo y verte feliz”.

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