Prueba Mercedes G 400d, de una época que no siempre fue peor
Todos sabemos que en la electricidad está el futuro, pero algunos coches merecen ser conservados en su estado primitivo. El Mercedes Clase G es una leyenda, un todoterreno puro que no parece tener hueco en un horizonte libre de emisiones.
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Publicado: 09/11/2021 19:00
Soy firme defensor que algunos de esos coches oscuros y contaminantes merecen la pena salvarse de esta particular quema que se ha emprendido contra ellos. El Mercedes Clase G se ha ganado el derecho a ser conservado en su estado original. Es un mito, una leyenda viva con más de cuatro décadas de servicio a sus espaldas. En plena cuarentena se encuentra en un momento dulce de su existencia, tan joven como una lechuga, capaz de plantar cara a todo lo que se le ponga por delante.
El Clase G es como un faro en medio de la noche. Es esa referencia de que bien aplicados los cambios, todo puede ser mejor. Es una constante en el mundo del automóvil. Por mucho que pasen los años ahí está, impertérrito, inquebrantable, impresionante. Te pueden gustar o no los coches, pero cuando te cruzas con un G su gravitación te atrae con fuerza. Es tan grande que es imposible que pase desapercibido. Y a mí que me gusta.
En plena era de los SUV y los eléctricos el Mercedes Clase G promete aguantar ante un mundo que no lo quiere. Apenas se venden un puñado de unidades al año en el mundo, mucho daño no puede hacer al ecosistema, y por eso me parece injusto que haya esa especie de guerra abierta contra él. No seré yo el que defienda el honor de los motores de tres cilindros o los viejos motores diésel, pero en este caso el beneficio no compensa ante el desastre.
Mercedes ya plantea alternativas 100% eléctricas, hace poco conocimos de la existencia del Mercedes EQG, pero no creo que sean iguales. Esa amenazadora presencia no será la misma con uno, dos o cuatro motores eléctricos. Un G debe ser desmesurado, desproporcionado. Eso es lo que nos gusta de él, que es tan innecesario que resulta imprescindible. Un mundo sin el Clase G no sería igual, o no al menos para los que amamos esto de las cuatro ruedas.
Con el paso de los años el gigante de la casa se ha ido civilizando. Ha pasado de ser un modelo puramente militar a un todoterreno para la ciudad, casi un complemento de moda. Esa transformación también debe ser salvada o por lo menos digna de estudio. Cuando uno imagina un G lo hace cruzando pistas complicadas, ríos profundos o desiertos inmensos, pero eso era antes. Ahora cuando te lo imaginas o, mejor dicho, lo ves, es aparcado frente al garito más de moda de tu cuidad.
A pesar de esa reconversión el G no ha mutado ninguno de sus otros aspectos. Ni diseño, ni capacidades offroad ni exageración. La física nos dice que para el campo es mejor algo del estilo del Suzuki Jimny o del FIAT Panda, pero lo suyo es surcar baches y caminos a lomos de una bestia imparable. Si el G no puede con un obstáculo lo derriba. Y punto.
Sus formas son las que son porque así eran requeridas por el ejército alemán cuando pidió el desarrollo a Mercedes. Y así se han mantenido porque las líneas sencillas son fáciles de entender y recordar. El G podría haberse recargado o retorcido en su diseño, pero no, se mantiene firme a su escuadra y a su cartabón. Las únicas curvas las encontramos en las ruedas, lo único que tiene que girar en este mundo.
A pesar de conservar la tradicional línea exterior, poco o nada mantiene del interior. Abrir las puertas es algo digno de otra era u otro mundo. Estas puertas no se abren o se cierran con un ligero toque, tienen que cerrarse porque no se admiten ñoñerías. El G no quiere indulgencia, no está diseñado o concebido para un trato amable, y si lo mimas no se siente a gusto. Subirse a sus lomos requiere de una transformación. Hay que ser rudo.
En ese proceso de adaptación a nuevas solicitudes el Clase G ha tenido que cambiar su forma de expresarse en el interior. Posiblemente estemos hablando de uno de los Mercedes mejor acabados y con mayor calidad que hay actualmente en la gama. Por Internet circulan infinitas preparaciones, a cada cual más cara que la anterior, que demuestran claramente que cada vez menos gente saca al G donde corresponde.
Las pieles, las maderas o la fibra de carbono no combinan muy bien con el barro, pero sí con la sofisticación del restaurante más caro. Tampoco lo hace una tecnología ha demostrado ser muy sensible a los entornos agresivos. A pesar de ello hay que lucir palmito, y si se ponen dos pantallas enormes, mejor que una sola. Fíjate lo que ha cambiado la cosa que el Clase G luce el mismo sistema que el Mercedes Clase S de generación anterior. Habrase visto algo así por el cabrero del pueblo que se compró el G en los años 80 y apenas llegaba con el cenicero.
En ninguno de sus formatos el Mercedes Clase G puede ser considerado de un vehículo familiar, ni siquiera en sus excesivas versiones 4x4 al cuadrado o 6x6. La familia del G es como la tabla de multiplicar, aunque el resultado no siempre cuadra con la aritmética. En un G de cinco puertas entran las mismas personas que en uno de tres, incluso el espacio que se ofrece es el mismo. He ahí una de sus pegas: para lo grande que es, resulta muy pequeño por dentro.
A la guerra mejor ir con poca compañía y muchos pertrechos. Si duras son las puertas, del portón mejor no hablar. Con su rueda colgante, la puerta del maletero parece estar esculpida en piedra. Hay que coger carrerilla para poder cerrarla, y una vez más debe procederse con un golpe seco, recio y contundente. Los ingenieros podrían haber cambiado las bisagras o el cierre de la puerta, pero han preferido mantenerlo así porque sí, porque les ha dado la gana. Bien por ellos.
Gran parte de las dos toneladas y media de este dinosaurio automovilístico provienen de su carrocería y de la plataforma que la soporta. El G ha ido echando tripita con el paso de los años, ganando peso y más peso a medida que ha sumado detalles y tecnologías de confort. Tampoco es que pase nada porque Mercedes ha ido compensando con motores cada vez más y más potentes. Circula por ahí una bestia con el motor V8 de cuatro litros y dos turbos del Mercedes-AMG GT con 585 caballos. Tápense los oídos señores de Greenpeace.
Él solito es capaz de contaminar lo mismo que cinco coches convencionales, pero como se venden apenas un puñado de unidades al año, ¿dónde está el problema? Digamos que ese es el extremo del extremo, el non plus ultra del radicalismo todoterreno con sello de fábrica. En horizontes más convencionales tampoco puedo hablar de él en términos ecológicos, porque no hay motor en la gama que no resulte excesivo. Con el diésel de acceso es más que suficiente, pero claro; no es lo mismo presentarse con imponente V8 de casi 600 pencos que con un "humilde" diésel de 330 caballos y 700 Nm de par.
Postureo lo llamarán algunos, otros preferimos llamarlo necesidad. La potencia nunca debe faltar, y para mover el culo gordo del G se necesita mucha potencia. A día de hoy ni los tres diferenciales le resultan necesarios, vuelvo a repetir que pocos de sus actuales compradores lo sacan del asfalto, ya no hablo del frío asfalto montañero, si no del asfalto urbano. Pero ahí están, tres bloqueos como tres soles para poder jugar con el reparto de la potencia y la fuerza a nuestro antojo.
Hay que meterse en situaciones muy complicadas para tener que actuar con ellos, pero que muy complicadas. Por norma general el Clase G solventará la situación con una facilidad tan pasmosa que te animará a ir más lejos, y es ahí donde te encontrarás en problemas si no sabes lo que haces. Pero piénsalo por este lado. Si te quedas atascado en medio del monte puedes tener televisión, climatización e incluso masaje en los asientos. Ahora que lo pienso, tampoco es tan mala idea.
El G es un animal de campo, aunque se siente cómodo allá donde lo plantes. No es el mismo caso que un Jeep Wrangler, que resulta terrible en autopista a altas velocidades. Con el Clase G puede ir muy deprisa y a la vez meterte por un camino pedregoso, roto y complicado que le da absolutamente igual. Ni se inmuta. Por muy complicado que sea la ruta todoterreno, pisa el asfalto y no se oye un solo crujido, ni un grillo ni una molestia. Así podría estar día tras día.
Eso sí, los escenarios, llamémoslos deportivos, no son lo suyo. La inercia y el centro de gravedad luchan con la física en cada giro. Lo habitual, lo normal, es que las leyes de conservación del momento lineal salgan triunfadoras, pero si uno se anima en exceso la línea de quebranto es muy sutil. Contener a esta bestia en una curva convalida como cuatro horas de duro gimnasio. Hay que tener mucho conocimiento de lo que se hace para explorar los límites.
Hablar de balanceo de carrocería es, posiblemente, quedarse corto. La suspensión está pensada, desarrollada y diseñada para soportar cruces de ejes, baches, rocas y lo más duro de este planeta, pero no para coger una curva a ritmo de escándalo. El movimiento longitudinal es tan grande que incluso los pasajeros más sensibles al mareo pueden acabar decorando la tapicería del coche. Eso sí, una vez la curva se vuelve recta es pisar el acelerador y salir disparado.
Es como conducir un minibús con mucha potencia. La altura te genera una mayor sensación de velocidad. La transferencia de peso provoca que el eje trasero se hunda y el morro apunte a un cielo que puedes visitar demasiado pronto si no tomas las cosas con calma. No quiero ser yo el que quiera tener a esta bestia tras mi espejo retrovisor. Si lo ves, quítate y no lo infravalores, porque lo más normal es que salgas escaldado. A batallas vas a ganarle, tus ganas.
No hay nada comparable al Mercedes Clase G, nada que salga de una línea de montaje oficial. Es único en su especie por muchos motivos, sus formas, su tamaño, sus capacidades, su presencia e incluso su calidad. Solo el Range Rover puede situarse en la misma órbita que él, pero ni con esas se presenta con el mismo formato. Mientras que el inglés es un inglés refinado, elegante y sofisticado, el alemán se encuentra en el otro extremo del espectro.
Y eso que hablamos de un coche que no es ni de lejos barato. Esa es la parte que menos me gusta de él, aunque todo tiene una explicación. Mercedes pide no menos de 126.138 euros por el más económico de los G. Si nos plantamos en el querido y radical G 63 el precio mínimo se dispara hasta los 188.311 euros. Gran parte de esos euros se destinan a pagar las cuantiosas multas que la Unión Europea requiere por tratarse de un coche muy nocivo, mortal, para el medio ambiente. Obviamente Mercedes no va a pagar esas multas, así que toca apechugar.
Yo soy uno de esos que quieren tener un Clase G en su garaje. Visto lo visto, nunca sabes cuando una pandemia o una plaga puede acabar con la vida tal y como la conocemos. Incluso cuando ese virus mortal llegue y arrase con la civilización el G seguirá estando ahí. Pero como eso no va a pasar, Dios no lo quiera, ya se encargan nuestros gobernantes, impulsados por sus intereses y desconocimiento, de borrarlo del mapa. Desde Mercedes aseguran que el Clase G está más vivo que nunca, pero no las tengo todas conmigo.
Habrá un eléctrico, sí, pero no será igual. Aunque copien la carrocería solo se tratará de una réplica, nada barata, de lo que en su día fue uno de los automóviles más fantásticos del mundo. El Mercedes Clase G merece ser salvado de la quema ecologista, merece mantenerse como referencia de un pasado que no siempre fue peor. Las pocas unidades que se venden al año hacen injustificable su eliminación, y desde aquí le rindo un sentido homenaje. Esperemos que en un futuro pueda bridarle otro, aunque no lo sé.